viernes, 23 de diciembre de 2016

Feliz cumpleaños - Helga Fernández / No es mi despedida - Gilda

En su cara, hoy, habita una sombra distinta a la habitual. No es ni más oscura ni más clara, es otra. La miro. La veo. Le acarició la mejilla, como si el sentir se pudiera palpar. y, le pregunto si está bien.

Al principio, titubea. Después me cuenta que hoy, 2 de septiembre de 2016, su hija Mara, cumpliría 31 años. Dice que el señor que cuida la tumba la corrigió: - No cumpliría, cumple.

Como se trata de un día especial, en el cementerio se encontró con la ex-pareja de su hija, Alejandro. Él, estaba con su pareja actual, una torta de chocolate para el festejo y un banquito blanco, de esos de plástico, porque va poco, pero cuando va, está horas. Permanece. Acampa. Le habla. Toma mate con ella. Le pregunta por qué hizo lo que hizo. Que por qué lo dejó. Que cómo pudo hacer semejante cosa.

A ella no le cayó mal que estuviera con otra. Porque igual él se acordaba de su hija y llevaba colgada una cadenita con la cara grabada de Mara. Justo en el momento en que vio esa imagen, comprendió que él tenía que continuar con su vida. El enojo que todavía tenía, se desvaneció. Además, esta otra chica, estaba acompañándolo justo ese día y en esa situación. Algo que valoró mucho, dijo.

Parece que cuando en el transcurso de la conversación la piba se fue dando cuenta de que ella no se asustaba de nada, se animó a contarle que siempre acompaña a Alejandro al cementerio y que, para pasar el tiempo, lleva un cuaderno en el que le escribe cartas a Mara. No la conoció, pero si Ale la ama, yo también, me dijo que le dijo. Ahí fue cuando Alejandro le confesó que a veces creía que en esta piba estaba su hija. Ella la miró y pensó que no podía ser, le dio gracia, porque su Marita era una belleza y la piba ésta, en ese sentido, no le llega ni a talones. Al rato la volvió a mirar con un poco más de cariño y pensó que tal vez le llegaba a las rodillas.

Mientras me contaba, reflexionó que, quizá, a él se le daba por pensar eso porque la piba lo debía escuchar hablar de su hija, dale que te dale, y entonces confundía los tantos, las identidades. No sé si me entendés, me dijo. La piba agregó que, de tanto en tanto, ella misma también cree ser Mara, porque si no hubiera nacido ochomesina,  lo más probable es que hubiera caído en este puto mundo el 2 de septiembre del mismo año en que su hija nació.

Esta piba ledijo, mientras fumaba paco en una pipa violeta, que ella entendía muy bien a Mara, porque, después de haber estado un tiempo limpia, seguro que se había dado cuenta de que tenía nafta para hacer lo que hizo y prefirió no seguir lastimando a nadie, mucho menos a su hijito. A ella, esa explicación le pareció acertada. Cree que su hija, a diferencia de ella misma, pudo dejar a su hijo con su abuela y tomar semejante decisión, como un acto de amor. "Si no se podía cuidar ni a ella, imaginate vos qué iba andar haciendo con una criatura a cuestas, -me dijo-. Además hay que ser muy valiente para hacer lo que hizo. Y, no sólo lo que hizo, sino también cómo lo hizo. No se ahogó. No dejó encendida la llave del gas. No se pegó un tiro. No se tiró del piso once. No se fue como una cagona que se mata mientras está dormida, para no tener que ser consciente del último instante. Tampoco como una impulsiva, que con el fervor de un rapto se arroja o se lastima. Pensó paso por paso la manera de ejecutar su último acto. Tuvo que haber ido a la ferretería, comprar la soga, medido los centímetros necesarios para no fallar, enganchado una punta en el ventilador y otra en su cuello. Y por último, sacar los pies de las mesa, perder la apoyatura y sentir la última gota de aliento, el último suspiro de vida. Y en medio de todo eso, haber escrito sus últimas palabras que dejó en una carta. Una carta que ella nunca pudo leer porque fue incautada por la policía que intervino en el siniestro.

Una vez que lo hablado terminó de reblandecer los enojos y reproches del pasado, se acomodaron junto a la tumba, prendieron las velitas y todos juntos, incluido el sepulturero, le cantaron el feliz cumpleaños a Marita. También cantaron una canción que a ella le gustaba mucho. Una de Gilda y que llevaba tatuada en su espalda: "No pienses que voy a dejarte/ No es mi despedida/ Una pausa en nuestra vida/ Un silencio entre tú y yo.

Para brindar y seguir honrando a Mara, la piba le convidó ginebra, camuflada en una botellita de agua mineral. A pesar de que ella ya no toma, no podía despreciarla. Menos, después de todo lo que había dicho y escrito esta piba sobre su hija. Así, que sólo le sacó el luto a la viuda, como quien dice, o le dio un besito al pico. "Pero, la verdad, es que a mí este luto no me lo saca nada ni nadie, -dijo."

Helga Fernández


miércoles, 21 de diciembre de 2016

Mapinguarí - Sebastián Fonseca / Ana - Pixies

Omitiré algunos detalles para no fastidiar, pero lo que diga será la pura verdad. Es bien cierto que cualquier idiota puede tomar un recuerdo y cambiarle algunas cosas, convirtiéndolo en relato. Pero ése no es mi caso, no soy un ilusionista de la palabra, sino un simple sobreviviente de mi propia ignorancia.
Quizá fuera mi voluntad de impresionarla lo que nos llevó hasta San Buenaventura, un pueblito perdido en la amazonia boliviana. Y, posiblemente, haya sido nuestra inculcada racionalidad lo que nos hizo desoír las advertencias de los pobladores, que tomamos como supersticiones o artilugios para fomentar el turismo.
Decidimos acampar a un par de kilómetros del pueblo, a orillas del río Beni. A media mañana, mientras armábamos la carpa, escuchamos algo similar al canto de un gallo. Nos extrañó que enseguida fueran varios y que, desde lugares distintos, parecieran contestarse. Fue al mirar hacia la parte visible del sendero cuando nos enteramos de que se trataba de niños que, al notar nuestra presencia y como disimulando, comenzaron a gritarse “¡Ya llegamos!”, “¡Ahí vamos!”, “¡Estamos acá!”.
Al mediodía, mientras comprábamos unos víveres en el precario almacén del pueblo, se me ocurrió preguntarle a la viejita que nos atendía por qué los niños de allí imitaban el canto del gallo para comunicarse.
— Todos lo hacemos cuando vamos por la selva —dijo.— Es para asustar a Mapinguarí.
—¿Mapinguarí?
—El demonio de la boca en la panza, el grande de olor feo. Mapinguarí se aleja cuando el gallo canta —dijo, y tuve que contenerme para no soltar una carcajada.
Esa misma tarde descubrimos un sendero estrecho que, en dirección contraria al poblado, se perdía entre la vegetación. Entusiasmados nos lanzamos a explorarlo. Encontramos el paso cerrado varias veces, por lo que tuvimos que hacer varios rodeos en los que descubrimos pájaros de colores impensables, trepamos empinadas pendientes. Notable fue cómo la temperatura bajaba a medida que avanzábamos. Luego de dos o tres horas de agotadora caminata llegamos a una zona desmalezada, pero cubierta por las copas de los árboles, en la que vimos un enorme ojo de agua, un pozo ancho y profundo. Flotaba en el aire un olor pesado, como de huevo duro.
—¡Huele a azufre! —dijo ella.— ¡Es agua termal!
Un lugar húmedo, inquietante. Varias rocas, cubiertas de musgo, rodeaban el pozo. Al asomarme pude ver, a través del agua transparente, una capa blanquecina, de apariencia gelatinosa, recubriendo las extrañas algas del fondo.
Ella pareció feliz por el hallazgo, ¡hasta se metió en ese caldo inmundo! Nadaba, sonriente, invitándome a acompañarla. Asqueado por el olor del agua, me quedé observándola nadar, preguntándome qué era lo que en realidad me atraía de ella.
Sin encontrar otro motivo que no fuera su cuerpo, las cuestiones que hasta ese momento habían sido señal de armonía, se transformaron en interrogantes. ¿Por qué, a sólo dos semanas de conocerla, le había propuesto hacer ese viaje? ¿Por qué aceptó con tanta alegría? ¿Tan aburrida era su vida? Lo poco que la conocía, me indicaba que la universidad había atravesado su mente sin dejar más rastro que un par de frases memorizadas, incomprendidas. Incluso, más de una vez le había escuchado decir “picza”. Pero, caminar con ella despertaba muchas envidias ¡y eso es lo que vale!, pensé. Y así se disolvieron mis repentinos cuestionamientos, para enterarme de que anochecía y habíamos olvidado la linterna.
De regreso, seguimos el sendero mientras fue visible. Si alguna vez has estado en la selva, sabrás lo que se siente cuando cae la noche y explotan los sonidos de la infinidad de criaturas que la habitan. Comprenderás, también, la sensación de estar desarmado y ciego en un entorno así, tan ajeno. Aunque lo de ciego es relativo, porque a los cuarenta minutos la vista se acostumbra y entonces es posible ver a una distancia de unos cinco metros.
Pero en la selva es muy difícil correr.
Avanzamos despacio, cuerpo contra cuerpo, adelantando un brazo para apartar el follaje; sobresaltándonos al tocar telas de araña, sentir el roce de alguna hoja en el cuello o escuchar aleteos y correrías entre la maleza.
Así anduvimos, desorientados, indefensos, hasta que oímos el sonido del río. ¡Sólo había que seguirlo y chocaríamos con nuestra carpa! Y entonces ocurrió. ¡Una presencia enorme nos bloqueó el paso! Sentí, en todo el cuerpo, el aire tibio de una respiración densa que olía a osamenta. Lo que vi fue una sombra descomunal, más negra que la oscuridad reinante; pero lo que creí ver… es incompatible con el lenguaje.
Dicen que lo dicho significa, pero lo hecho define. Y ésa fue mi oportunidad de conocer mi propia naturaleza, de saber de qué madera estaba hecho, de hacer algo de lo que nunca me había creído capaz. Con todas mis fuerzas, empujé a mi compañera hacia esa presencia infernal y escapé saltando entre la espesura, cubriéndome la cara con los brazos, hasta alcanzar el río y zambullirme. Atrás quedaban esos ruidos que nunca olvidaré: un sólo grito, gruñidos, dentelladas y esos chasquidos que, aún hoy, quiero creer que sólo eran ramas secas, quebrándose.

Sebastián Fonseca




domingo, 18 de diciembre de 2016

El secreto del universo - Griselda Perrotta / Dust In The Wind - Kansas

soñé tres palabras que eran el secreto del universo o la creación es lo mismo / el universo creo / no me acuerdo pero da igual / y las letras o las sílabas empezaban a cambiar de sitio y formaban menos palabras / quedaban dos / lo hacían una vez más hasta dejar una sola / no recuerdo la palabra / es lo de menos / lo importante es que esa sola palabra contenía todo: lo que había sido antes de ser lo que era lo que no iba a ser nunca y el final de las cosas / condensaba quiero decir el absoluto / una sola palabra / me costaba entender qué presenciaba pero al final comprendía / y desde ese momento mínimo / mío / nunca nada más sería requerido / es decir: el mundo podía desaparecer porque yo lo entendía /eso / y como salidos de un tren fantasma el dios y el diablo se me aparecían se reían entre ellos cuchicheaban y me decían ¿no ves que somos lo mismo? y se convertían en uno /el dios y el diablo se hacían uno / blanco de barba y con cuernos rojos / hombre y mujer era / y el diablo dios estiraba una mano hasta el cielo y la otra al infierno al mismo tiempo las dos y la tierra y las nubes empezaban acercarse / como achicándose todo / y se volvían un papel de finito con el universo (o la creación) adentro / todo porque yo había podido ver la palabra / que no recuerdo cuál era/ y al final / cuando todos y dios y la tierra y el diablo y las nubes éramos solo un papel muy finito / seco casi transparente / el dios diablo abría la boca como hacen (hacían) los dragones y desde adentro el mismo papel a todos nos incineraba y nos volvíamos cenizas / si el viento nos llevaba no sé porque el sueño terminaba ahí / supongo / que adentro del papel habría quedado el viento y a las cenizas también se las consumiría el fuego / si es que eso es posible // lo que me preocupa del sueño no es que dios fuera el diablo / que una sola palabra alcanzara para comprender todo ni que esa palabra exista / que por verla sea yo la responsable del fin / que todo pueda acabar por capricho divino / que nos convirtiéramos en cenizas ni que hasta el viento deje de existir /// lo que me preocupa // es que en mi sueño vos no aparecías

Griselda Perrotta


miércoles, 14 de diciembre de 2016

Ángel - Maumy González / Chandelier - Sia

Enciende la linterna y el haz de luz ilumina el espacio entre los autos. No hay nadie ahí. Vuelve a escuchar el susurro de los pasos, esta vez detrás de él, y se le eriza la nuca. Sabe que ella, la nena, danza en puntas de pie como cada noche por el estacionamiento. Ha logrado distinguirla bien, el cuerpito embutido en una malla rosa pálido, el cabello casi blanco balanceándose por encima de sus hombros, los labios también rosa, sus dientes diminutos. Algunas veces hasta la ha escuchado reír. No debe tener más de diez años. Nunca le ha podido distinguir los ojos, los adivina, apenas, bajo el flequillo. No termina de comprender por qué se le aparece justo a él y no al otro cuidador, ya le preguntó y el tipo se limitó a decirle que se dejara de inventar estupideces. Gira y la nena se mueve, el susurro avanza hasta un punto a su izquierda. Al principio pensó que era un ángel. Una noche logró acercarse lo suficiente como para tocarla pero se contuvo, el contraste entre sus dedos curtidos y la piel casi transparente de ella lo cohibió. Sin embargo, bastó ese ligero gesto para que la nena lo atacara y casi le sacara los ojos. No fue un ataque real sino una sacudida, como un ventarrón. Logró prever el movimiento y se cubrió la cara con los brazos. Igual lo lastimó, no supo cómo, ni con qué. Ahora se toca la cicatriz sobre el pómulo. Ningún ángel habría hecho eso. Además, la nena no tiene alas. Sabe que lo deja observarla de lejos, incluso presentirla. La noche anterior fue ella quien lo rozó con su mano efímera. Él nunca tuvo hijos pero de tenerlos le habría gustado que fueran así, capaces de defenderse como un gato. Sigue sus movimientos con el oído y apaga la linterna. Hoy no ha escuchado su risa. No importa. Prefiere al menos eso, el susurro de su danza, saber que está ahí. Tiene la sensación de que si llegara a iluminarla de frente la enojaría y prefiere no desafiarla. Tal vez mañana, tal vez la siguiente noche, lo deje mirarla a los ojos.

Maumy González


domingo, 11 de diciembre de 2016

Louise Dombrowski - Manuel Quaranta / Louise Dombrowski - Twin Peaks

Recuerdo la primera vez que la vi. Me acuerdo bien porque fue la única. Ella apareció en mi habitación, con una linterna encendida. Había venido a cuidarme. Yo tenía once años y ella por lo menos veintidós. Y de pronto empezó a bailar, como si yo fuese otro, en esa oscuridad teñida por una tenue luz. Es verdad que no la llegaba a distinguir con claridad, sin embargo cada momento de esa danza permanece, definitivo, hipnotizándome, en mi memoria –sobre todo sus pies, sus hermosos pies de algodón que se movían con plena conciencia de que esa noche sería la última–, pero no su rostro, por el que hasta hoy me sigo preguntando; ella, que no se parecía a ninguna palabra –no se parecía ni siquiera a la palabra nunca–, moviéndose sobre la alfombra, revoloteando una linterna que apenas iluminaba, y yo, incapaz de reconocer o retener algo más que su contorno.
Fue quizás tan sólo un minuto, aunque un minuto puede ser definitivo en una vida: ella se ha convertido en fantasma, en el fantasma del amor, que sigo buscando –después de veinte años sigo buscando–, hechizado por su embrujo, o que me persigue –después de veinte años me persigue– porque tal vez, quién sabe, ella también tiene miedo de perderme.

Manuel Quaranta

miércoles, 7 de diciembre de 2016

No nos gustan los nenes bien - Cristian M / En septiembre fuiste mía - Trula la y Llamame más temprano - Mano Arriba

Siempre quiero empezar Yoga o Crossfit
o alguna de esas cosas
que se inventan para hacernos sentir bien
 hoy Mariana me pasó un tema de Zumba
me dice que ella baila poseída
mientras Llamame más temprano bebé
entona la voz y Marlon hace mímica
y con las manos hacia arriba zangolotea sus pacitos y caderas
llamame más temprano bebé
decimos eso
porque a ninguno nos gustan los nenes bien
le digo
estamos con una pereza de amores en la primavera
quisiéramos que este septiembre se borre del tiempo
pero no será así
y ahora todo es melancolía
el tema ya ni lo escuchamos
recordamos a los nenes bien y nos reímos
caemos en la cuenta de lo inmundo que es septiembre
que ha llegado otra vez
y ya no sé qué inventaré
porque no nos gustan los nenes bien
y los nenes bien están todo el tiempo ahí
re bien
aparecen con su carita de chongos miedosos
para agitar los tentáculos enmarañados del deseo
arman misterios y no saben lo que buscan
pero buscan
y cuando apurás el paso reculan
es que septiembre envuelve sus perfumes en la piel
y no
no nos gustan los nenes bien
el último de ellos te acordás
fue nuestro en septiembre
después huyó
puso sus pies en una maceta
y largó raíces en el balcón
ahora vive feliz con una mujer que lo riega
única blanca alba casta
por eso no nos gustan los nenes bien
porque vuelven en septiembre
cuando las savias de las plantas circulan otra vez
como fantasmas de un territorio musical que canta hasta en los pájaros
los nenes bien se tornean los brazos durante el año
se desclasan un poco más cada día
y con sus palabras descargan lo que no quieren pero quieren
los nenes bien
no nos gustan y por eso
es mejor encender el parlante
gastar los pasos hasta el fin de un tiempo que ya ha terminado
y donde siempre fuimos zombies
ahí los nenes bien no son tan bien
solo esperan que los esperemos
o que al menos
los llamemos más temprano esta noche
mientras bailen nuestra coreografía
vestidos de hipocampos que saltan furiosos
afuera de la pecera de nuestro amor
que quebramos en miríadas imperceptibles
sobre los mosaicos del piso
y sin que se den cuenta.

Cristian M



domingo, 4 de diciembre de 2016

Puntos suspensivos - Verónica Martínez / True Love Will Find You In The End - Daniel Johnston

  “But don’t give up until
                                                                   True love will find you in the end…”
                                                                                                (Daniel Johnston)


Deberíamos haber terminado en ese preciso instante.
Hubiera sido el final perfecto, “el happy ending” deseado por miles de parejas con hambre de perdices.
Fue un domingo lluvioso. Daniel Johnston sonaba en cada rincón de la casa.
Vos y yo en el sofá, hechos ovillo de a ratos, encastrándonos y separándonos, navegando un mar de besos, oleaje de saliva compartida en nuestras bocas.

Deberíamos haber dejado todo así, sin tocar nada. Como el ajedrecista que está conforme con la movida magistral y decide abandonar el tablero.
¿Para qué hablar cuando los cuerpos pueden contarlo todo entre jadeos, sudor y miradas?
Vos y yo en el sofá, desnudos hasta el alma, entregados casi sin pensar. Daniel Johnston llenando el aire de guitarra y poesía:
“Al final, el amor verdadero va encontrarte. Es una promesa con una trampa, solo si estás mirando atento podrá encontrarte porque él también te está buscando”.

Deberíamos haber dejado que nuestra vida siga sin nosotros.
Insistir tiene su precio. Como las verdades no dichas a tiempo, como el ropero indiscreto que delata al cadáver y deja al asesino sin coartada.
Vos y yo en el sofá, haciéndonos un amor que creímos cierto hasta ese día.
Daniel Johnston cambiando de tema, cantándonos el final que no quisimos:
“Dejaste mi amor puertas afuera. Te dije que realmente te amaba. Dijiste que no querías escucharme más”.

Deberíamos haber puesto el punto final, en vez de los suspensivos.
Vos y yo en el sofá, descubriendo por primera vez la rutina y la costumbre.
Vos y yo diciendo: “ya no sentimos lo mismo” sin decirlo.

Daniel Johnston en silencio y la lluvia y el domingo.

Verónica Martínez



miércoles, 30 de noviembre de 2016

So tired and unhappy - Valeria Iglesias / No Surprises - Amanda Palmer

Se acercaba la noche. Empezaba a oscurecer y ella deseaba no existir, no haber existido jamás. Terminaba de cenar y no entendía esa máxima de vivir la vida cómo si solo quedara un único día en la tierra, porque lo que ella ansiaba era que ese día que acababa de pasar fuera su último. Todo es peor con la oscuridad: un dolor de muelas, una angustia, una decisión mal tomada, la existencia. No era el caso de querer quitarse la vida, no. Deseaba acostarse a dormir y no despertarse nunca más. Que el corazón se detuviera como una caricia, sin dolor, sin consciencia. Detener la máquina. Detener ese círculo sin fin, que alguna vez tendría fin, sin alarmas ni sorpresas. Bajo el cobertor de plumas quedarían las heridas que no sanan, su trabajo mediocre, el gobierno que no la representaba, el terror a que el sol se apague para siempre, la contaminación ambiental y el calentamiento global. Era la noche, ella lo sabía. Entendía en carne propia eso que decían de los países nórdicos, con altas tasas de suicidio durante los inviernos de noches eternas. Algo en el fondo la sostenía sin embargo. Pero la penumbra o la luz eléctrica le producían una bruma hormonal o algo por el estilo. Dormir como si esa fuese la última noche en la tierra. Y entonces, sucedía: amanecía el sol y ella agradecía estar viva. Se prometía recordar ese momento vital. Se prometía cambiar para siempre. Se daba una tregua. Sin alarmas ni sorpresas, por favor, se susurraba frente al espejo del baño. Y sonreía.

Valeria Iglesias


domingo, 27 de noviembre de 2016

Cosmos - María Victoria Vázquez / Vuelta por el universo - Cerati - Melero

Teníamos cinco años y Plutón todavía era planeta.
Las maestras del jardín nos habían llevado de excursión al Planetario, ese teatro con forma de esfera enorme que desafiaba la cuadratura del resto de las construcciones.
A nosotros nos gustaban mucho los paseos. En parte porque rompían la rutina de la sala, pero también por la aventura del viaje de una hora en micro mientras merendábamos y le cantábamos a los gritos “chofer, chofer” al conductor, un viejo malhumorado que protestaba y le exigía a la señorita que pusiera orden.
Exigencia de orden: signo de aquellos tiempos.
Yo quería ser la novia de Sebastián, unos de mis compañeros. Habíamos actuado juntos para el 25 de mayo. A él le tocó hacer de granadero y a mí, de dama antigua. Bailamos el vals más torpe que se recuerde pero fui feliz con mi vestido celeste con puntillas y ese galán que me guiaba y pisaba al mismo tiempo.
El día del Planetario me senté a su lado en el teatro. Cuando la sala se oscureció y tuvimos que reclinarnos hacia atrás para ver las imágenes que proyectaba la hormiga gigante ubicada en el centro, yo exhalé en un suspiro ahogado. Él llegó a escucharlo y, canchero, soplándose el flequillo largo, me dijo que no me asustara. Que su hermano más grande ya había ido y no había nada que diera miedo.
Le sonreí nerviosa y él me tomó de la mano. Nos quedamos así, miramos ese cielo falso que se abría por encima de nosotros y comenzamos a flotar juntos, a recorrer el espacio. Atravesamos nebulosas, evitamos agujeros negros, jugamos a adivinar constelaciones. Esquivamos meteoritos y pedimos deseos a las estrellas fugaces. Quisimos visitar el planeta del Principito, pero no estaba.
Desafiamos la gravedad y el silencio interminable con nuestras risas.
Continuamos ese viaje maravilloso hasta que la señorita tiró del cable de seguridad de nuestra nave invisible para avisarnos que era hora de partir.
Regreso forzoso a la Tierra.
En el viaje de vuelta nos sentamos juntos y nos quedamos dormidos, hombro con hombro. Al llegar al jardín me dio un beso en la mejilla. Rápido, furtivo. Prohibido, como todo en aquellos días.
No dejé que mamá me lavara ese lado de la cara por semanas. Mis amigas se burlaban “tiene novio, tiene novio”.
Ese año egresamos y al siguiente empecé en uno con primaria, secundaria, uniforme y religión.
Él fue a otro y una noche, sin despedirse, su familia se mudó de barrio.
Nunca más supe de él.

María Victoria Vázquez


miércoles, 23 de noviembre de 2016

La nueva - Florencia Benson / De música ligera - Soda Stereo

Jenny abre los ojos y juega a mantenerlos abiertos, aguantando el sol rajante que se replica al infinito sobre el cielo límpido, azul, vacío como la primera hoja de un cuaderno nuevo. Se mira los pies y desearía que sus uñas estuvieran pintadas: de rojo, de fucsia, de alguno de esos colores que su madre le tenía expresamente prohibido. Paloma Rossetti tiene pintadas las uñas de los pies; se compró el esmalte hace unos días en Miami, a donde fue a pasar Navidad. Paloma es petisa y fea, pero tiene el pelo teñido de rubio y “mucha onda”, según la opinión unánime del grupo. Lo que tiene es mucha guita, piensa Jenny mientras se mira los pies. Suena de fondo una música estridente, suena Música Ligera, señal de que llegaron los chicos. Los varones.
Las chicas cuchichean al borde de la pileta mientras los chicos juegan a tirarse de bomba en la pileta, reparten latas de cerveza, un porro. Jenny los mira con cierto disgusto, no porque no le guste tomar o el porro, le gusta el porro, le gusta la cerveza, pero no le gustan los chicos. Esos chicos.
—Para mí, Matu es el más potro —dice Tini Morrison, y se ríe como una tonta.
—Ay, no, yo muero por Mocho —dice Isa Olazábal, y Mocho es un rubio de ojos claros que se llama Tomás y juega al polo.
—Obvioo, todas morimos por Mocho —acota Paloma, y prende un cigarrillo—. ¿O no, Jenny?
Jenny se encoge de hombros. Las demás todavía no se acostumbran a sus silencios, a esa manera que tiene de demostrar que en realidad todo le chupa un huevo; y que está ahí sólo porque no tiene otro lugar mejor donde estar, porque es mejor aburrirse en grupo que aburrirse sola, o quizás porque se cansó de leer y quiere alejarse un poco de su casa.
—Supongo; sí, es el más lindo —dice Jenny al fin, porque siente tambalear su pertenencia al grupo y no tiene tampoco tanto coraje como para ser una marginal.
—Dalee, quién te gusta —la apura Loli Braverman, que tiene unas tetas geniales y todo el mundo sabe que es medio rápida, y además medio víbora, y que siempre se le tira al pibe que le gusta a alguna de sus amigas.
—Nadie me gusta.
—¡Qué mentirosa! Dale, decí —insiste Loli, agitando suavemente sus tetas, su bikini minúscula, su naricita perfecta.
—Me enteré que Facu muere por vos —interviene Celeste Taboada, siempre chismosa.
—No, cero.
Celeste chasquea la lengua.
—Qué naba que sos, es obvio que muere de amor, es obvio.
Jenny reprime otro gesto de indiferencia. Mira en dirección a los varones, identifica a Facundo McKinsley, le sonríe, y después se ríe con las chicas, reafirmando su estatuto de cómplice.
—Ahhh, yo sabía, yo sabía —canturrea Loli, mientras le clava el ojo a Facundo—. Ya vengo —dice, y se mete en la pileta.
—Es tan obvia —murmura Sole Niemayer mientras se acuesta junto a Jenny en la misma reposera. Jenny se acomoda a ese nuevo cuerpo y asiente. Quedan las dos en silencio, muy juntas, tomando sol, brazo contra brazo, pierna contra pierna, perdiéndose en la modorra de la tarde y los sonidos que se alejan de a poco.

Florencia Benson


domingo, 20 de noviembre de 2016

Madre - Carina Migliaccio / Las golondrinas de Plaza de Mayo - Invisible

Su hija nació con tres vueltas de cordón al cuello. Quizás por eso  desde que la tuvo por primera vez en los brazos la sintió como una sobreviviente.
Pronto eso pasó a ser una simple anécdota. El resto fue vida.
Le dio de mamar.
Pasó noches acunándola.
Le contó cuentos.
La vio crecer.
La vio saltar a la soga, al elástico, a la rayuela.
La retó y la puso en penitencia
Le hizo creer en Papá Noel, en el Ratón Pérez y en el conejo de Pascuas.
La llevó de viaje cuando cumplió 15.
Le hizo creer en la libertad, la honestidad, el estudio, el amor, la paz.
La alentó cuando decidió estudiar filosofía, aunque ella no entendía mucho de qué se trataba.
La vio convertirse en una joven enérgica.
La oyó defender sus derechos  y hablar de política.
La vio preparar banderas. Reunirse horas con sus amigos.
La escuchó llegar tarde algunas noches.
La vio llorar por las injusticias y la cubrió de abrazos.
La perdió un septiembre.
Después, ella misma hizo banderas, se convirtió en una mujer enérgica, defendió sus derechos, lloró por las injusticias, abrazó a otras madres.
Y dio vueltas.
No paró nunca de dar vueltas  en una plaza estrangulada en llanto.

Carina Migliaccio


miércoles, 16 de noviembre de 2016

La belleza de las cosas pequeñas - Hernán Domínguez Nimo / Beauty In The World - Macy Gray

Recuerdo el día exacto —la situación, el lugar— aunque no la fecha. Yo era bastante chico, en edad de primaria, mi papá todavía estaba con nosotros. Los cinco paseábamos por la feria de la placita Dorrego, una excursión acostumbrada porque la teníamos a dos cuadras de casa y a todos nos gustaba recorrer esa aglomeración de puestos casi arbitraria, esa ciudad maravillosa que se erigía y menguaba en menos de un día, mis viejos enamorados de las antigüedades, nosotros fascinados con las chucherías.
Era un tubo de cartón, forrado con un papel de regalo colorido, barnizado por encima. Lo agarré de una mesa y lo sostuve frente a mí, sin entender bien de qué se trataba, atraído por los colores y la forma. Mis papás me animaron a mirar por la punta y yo imaginé un fantástico catalejo de capitán, la visión lejana de los juncos piratas de Salgari y sus tesoros esperándome al otro lado. Lo que encontré fue otro tesoro, inesperado. Quizá, por eso, aún mayor.
Un tesoro inacabable, nuevo a cada movimiento de mi muñeca. Yo tenía piedras preciosas ahí dentro, diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas, que además estaban encantados, dotados de una magia que las hacía danzar, ordenadas, para mí, construir coreografías imposibles mientras los rayos del sol las traspasaban y les arrancaban destellos. Mi mente infantil lidiaba con su propia avidez visual, deseosa de acaparar todas las combinaciones posibles pero sin querer perder ni una de las que forjaba.
Sé que el resto de la tarde no presté atención a nada más. Solo existía ese tubo mágico y las maravillas que me regalaba. Esa tarde de domingo y las que lo siguieron, a la vuelta del colegio.
No recuerdo cuánto tiempo después fue, un día el tubo resbaló de mis torpes manitos y cayó al piso. La tapita redonda de vidrio se partió y mi tesoro se desparramó. Mi desconsuelo era total, no solo por el descalabro sino porque había descubierto que mis piedras preciosas eran más burdas, más pequeñas y muchas menos de las que había imaginado todo ese lapso. Me sentía estafado, engañado. No podía creer que todo lo que yo había admirado a contraluz del sol hubiera sido creado por esas cinco o seis minúsculas piedritas apagadas.
Ese día en que se rompió mi primer caleidoscopio, fue el que descubrí que la belleza del mundo puede estar en la maravilla de las cosas más pequeñas.

Hernán Domínguez Nimo


domingo, 13 de noviembre de 2016

El baile - Aixa Rava / Altar particular - Maria Gadú

Algo vibra en aire y tiene
más de mar que de río, sé
no del mar del que vengo

todo indica fallas pero estamos
bailando con la copa en la mano
las miradas ríen
la cintura hacia un lado y los pies 
modulan del bossa nova al afrobeat

esquivamos las sillas

Oshún

esta alfombra desteñida

Oshún

este corazón que gira

Oshún

pequeños bruscos amarillos 
nosotros
algo vibra entre el ahora y antes
como si fuésemos sólo cuerpos
agua miel y caracoles 
como si estuviésemos 
empezando
Aixa Rava


miércoles, 9 de noviembre de 2016

Bajo la cama - Ezequiel Olasagasti / Lullaby - The Cure

No puedo dormir, sé que hay algo bajo mi cama que quiere atraparme y hacerme daño. Ya grité muchas veces pero nadie me hace caso, o no parece importarles siquiera. Recuerdo que antes, cuando le decía a mamá que había algo bajo mi cama, ella venía como un rayo a mirar y así dejarme más tranquilo. Incluso revisaba el placard y dejaba la puerta abierta para que la luz del pasillo entre (algo que espanta cualquier monstruo que pudiera rondar mi cuarto).
Extraño a mamá. Me duele su ausencia; y la gente de aquí es claro que no va a venir a atenderme, porque no les importa. No van a mirar bajo mi cama para notar el terrible peligro que me ronda. Saben que es verdad, conocen lo que está bajo mío y hasta lo que planea hacerme, pero no harán nada al respecto. Según ellos tengo que arreglármelas solo.
Puedo sentirlo ahí abajo moviéndose, haciendo pequeños chasquidos cada vez que me espía. Si presto mucha atención puedo oír incluso su respiración. Sé que sólo espera mi sueño para apoyar sus garras, primero sobre el colchón y luego sobre mí. Sobre mi pecho, seguro; o no, más bien sobre mi boca para que no grite. Aunque si gritara seguro a nadie de aquí le importaría. Lo que espera bajo mi cama podría matarme y a ninguna persona le movería un pelo.
Me gustaría que estuviese mamá. Le pediría perdón por las cosas malas que hice, por ser un mal pibe, alguien terrible. Ella entendería. Le explicaría que no importa lo malo que pueda ser uno, ni los peores de los peores merecen este padecimiento que vivo ahora. Sentir cada segundo pasar en la noche con los ojos abiertos, compartiendo espacio con lo que en cualquier momento va a matarte. Tal vez lo peor es eso, saber que vas a morir y no saber cuándo. Podría ser al final de este último pensamiento. Seguramente será tiempo después de que apaguen las luces. Apagan todas al mismo tiempo y sin compasión. A veces ruego que la luz de la luna penetre profunda por la ventana, es lo más cerca que puedo estar de aquella puerta abierta que dejaba mamá para que entre la luz del pasillo. Sigo sintiendo los mismos crujidos bajo mi colchón que indican que se está moviendo, siento su respiración de nuevo y cómo desenfunda sus garras y sus puñales.
Esta es mi última noche. No creo estar dormido para cuando surja de abajo de mi cama. Tal vez este es el momento, ya que el último guardia acaba de irse. Y todas nuestras celdas ya están cerradas.

Ezequiel Olasagasti


domingo, 6 de noviembre de 2016

Equinoccio - Noelia Casais / Equinox - John Coltrane

me pasa con John
que suena esta canción
y siento que me llama
es cierto que le esquivo
a la medicación
que no lo he conocido
que dicen que está muerto
pero me pasa con John
que pienso
y me digo
ta bien que haya nacido
durante el equinoccio
del año mil nueve veintiséis
eso está okey
entiendo que de sastre
y costurera
va la trama
entiendo lo del sol y el ecuador
pero esa melodía
no  e  lia
no  e  lia
me llama
por mi nombre
en saxo tenor
con tanto amor
que tiendo a declinar
equidistante
entre la noche y el día

Noelia Casais


miércoles, 2 de noviembre de 2016

Manolo Galván - Martín Sancia Kawamichi / Te amaré en silencio - Manolo Galván

Los tres ídolos de mi infancia laburaban en una de mis películas favoritas, La Playa del Amor. Ellos eran: Cacho Castaña, que la protagonizaba;  Carlos Torres Vilas, que aparecía cantando “Dulce amanecer”, y Manolo Galván, que también tenía una aparición breve que se reducía a “Te amaré en silencio”, mi canción predilecta de todas las de la película. De esos tres ídolos, el más ídolo era Manolo.  Y no solo por la canción.  Me encantaba porque tenía  barba y pelo largo, como mi tío Juanca, y parecerse a mi tío era una razón más que válida para que ocupara el  primer  lugar en el podio de mis artistas admirados.
Me acuerdo que mi mamá me contó que Manolo era rengo y me dio pena por él. De noche,  le pedía a Dios que le curara la pierna,  y que nunca se afeitara ni se cortara el pelo. De día, escuchaba veinte mil veces “Te amaré en silencio” y lo dibujaba  con lápiz y crayones. En esos  dibujos Manolo aparecía curado, con su barba, su pelo, su cigarrillo en la boca y jugando al fútbol, andando en patineta, haciendo actividades físicas que a los rengos, creía yo, les estaban negadas.
Pronto empecé a imitarlo. Hablaba de “tú” como él, pronunciaba las “s” y las “C” como si fueran “z”. Decía “Bonito”, decía “Muchacha”, decía “falda”, y esas cosas.
Y también, como él, empecé a renguear.
Como no quería que mi vieja lo supiera, solo rengueaba cuando ella no me veía. Subía al techo de casa y me ponía a renguear largo y tendido, hasta sacarme las ganas, mientras miraba los techos de las casas de Barrio Sarmiento bañadas por el atardecer (solía subir siempre a esa hora).
Mi abuela Pierina, que era buena guardando secretos, me permitía renguear un ratito antes del almuerzo , con la promesa de que yo no daría vueltas para comer todo lo que ella me pusiera en el plato. Era un pacto entre los dos: ella me dejaba renguear y yo comía lo que fuera que ella cocinara.
Una mañana me levanté para ir a escuela y, sin darme cuenta, fui hasta el baño rengueando.
—¿Qué te pasa en la pierna?—m e dijo mi mamá. —Parecés Manolo Galván.
—Grazias—le dije, pronunciando la zeta con como si se tratara de un triunfo.
No exagero si digo que esa fue la primera vez que toqué el cielo con las manos.

Martín Sancia Kawamichi


domingo, 30 de octubre de 2016

Estoy empachada de poesía - Mariana Delponte / Planet Telex - Radiohead

Recién un gato blanco cruzó el jardín corriendo.
Un día normal sería sólo eso,
o a lo sumo el animal más perfecto
haciendo su visita fugaz para deteriorarnos los ojos.
Pero hoy, estoy empachada de poesía.
Y se me ocurre que vi pasar una metáfora
de la hoja en blanco, seductora y esquiva.
Y no sólo un gato blanco corriendo.
Pensarás que esto es un vómito verbal
y es probable que estés en lo cierto.
Escucho Radiohead como si fuera jarabe
para atrasar la cura y que perdure el efecto.
Si yo pudiera viviría empachada, borracha,
de esta poesía liviana e impertinente.
En esta rebeldía no nos importa que no la entiendas.
No la hacemos para eso,
queremos jugar,
ver pasar gatos como hojas,
respirar perfumes como recuerdos,
escuchar canciones como remedios
y tomarnos para todo el tiempo.
El ovillo de las ideas no se desenreda solo,
y qué bien que me hace cuando gira libre el carretel.
Por eso me importa poco que no me entiendas
o que busques analogías o interpretaciones secretas
o que pienses que pierdo el tiempo,
que mis ritmos no sirven para este mundo complejo.
Dame un par de días más de pensamientos
y en una de esas, desenredo el cielo.

Mariana Delponte


miércoles, 26 de octubre de 2016

Lonely Woman - Alejandro Pereyra / Lonely Woman - Ornette Coleman

Sus pasos titubeantes distraen de lo insensato que resulta la cercanía del bolso con la acera, casi rozándola en cada vaivén, contagiando el movimiento al abrigo que reticente se abre sobre sus hombros como rindiéndose, desmallado en las puntas, en las mangas que apenas dejan asomar sus uñas rosas, carcomidas rosas. Se le destartala a cada paso un sueño, una convicción de la mañana. De esa o de otra, ya no recuerda. O yo no tengo ganas de especular; que invente el saxo, mientras aparea sus brillos con los del pavimento húmedo volviéndolos uno, como nos volvíamos nosotros antes de este callejón, tan oscuro como el que recorre la mujer, siempre a punto de caerse, o quizás peor, a punto de detenerse para poder precisar alguna idea que sospecho insoportable.
Un grito en el palier o en el departamento del vecino me recuerda otras épocas mientras el platillo repica sobre algo que me molesta de mí y no logro develar. Debe ser culpa del saxo. Un saxofonista de Hamelin que me distrae y me lleva hasta una especie de río hecho con pocas líneas para dejarme allí, desguarnecido. Trato de imaginar el cuerpo desnudo de la mujer del callejón pero se me confunde con el tuyo, que vuelve siempre como el mismo y truncado boceto; igual que el saxo vuelve ahora al punto de partida, aunque parezca más fácil inventar que recordar, empezar de nuevo antes que volver a caer en este callejón en re menor, sobre estos despojos de mujer dando pasos como notas, notas como pasos: la re sol re fa re do sostenido sol pisa ella cada vez pero siempre detenida parece, como si cada sonido fuera un nuevo intento, una nueva oportunidad postergada hasta el ataque de la próxima nota, que demasiado rápido pasará para caer en el juego histérico de un semitono deteniéndose, dando fin a un recorrido que nunca empieza del todo.
Un par de sonidos ásperos se confabulan para sobresaltarme, inquietándome, pero no, no es mi teléfono inaugurando esperanzas, sólo notas que desaparecen como huellas en el agua. Un re sabio se sostiene en el bronce, reverbera entre armónicos, del contrabajo, del platillo que repiquetea cínico una y otra vez.
Algo susurra en el departamento del vecino o en los parlantes.
Debería irme a dormir. Le doy play una vez más.

Alejandro Pereyra



domingo, 23 de octubre de 2016

Vuelos - Fabricio Tocco Chiodini / Vuelos - Bersuit Vergarabat

Necesitamos recuperar el sentido material y político del amor, un amor tan fuerte como la muerte. Esto no significa que no puedas amar a tu esposa, a tu madre o a tu hijo. Sólo quiere decir que tu amor no termina ahí, que el amor sirve de base para nuestros proyectos políticos en común y para la construcción de una sociedad nueva. Sin este amor, no somos nada.
Multitud: guerra y democracia en la era del imperio Madrid, (2004).


Tendría trece años la primera vez que escuché «Vuelos». Ya no me acuerdo muy bien exactamente cuándo. Debe haber sido allá por el invierno de 1998, poco después de que MTV, Music21 y MuchMusic bombardearan los televisores con los cortes de difusión más comerciales de Libertinaje, como «Yo tomo» o «Se viene», banda sonora inseparable del fin de ciclo menemista.

Como le pasó a muchos brasileros en los años setenta con «Apesar de você», yo, inmerso en una adolescencia ingenua, pensaba entonces que «Vuelos» era una canción de amor. Lo interesante es que Chico Buarque había buscado burlar, sin éxito, la censura de la dictadura brasilera (de una forma similar a lo que hizo Charly unos años más tarde con «Los dinosaurios» al final del Proceso). El samba-canção de Chico, desde la ambigüedad, parecía hablarnos sobre un despecho sentimental cuando en verdad estaba denunciando el período que en Brasil conocen como los Anos de Chumbo. En cambio, Pepe Céspedes, el bajista de Bersuit Vergarabat, escribió «Vuelos», una canción sobre la dictadura, en plena democracia menemista, sin voluntad de burlar censura alguna.

A los trece años, yo no sabía muy bien quién era Horacio Verbitsky (tal vez habría visto su cara en alguna emisión de Día D, sin entender mucho de qué estaría hablando) ni tenía la más remota idea de quién era Adolfo Scilingo. Tres años más tarde yo me fui de la Argentina, poco después de diciembre de 2001. Para cuando aprendí a tocar «Vuelos» en la guitarra, Gustavo, un gran amigo de La Tablada que me fue a buscar y me llevó de vuelta a Ezeiza cuando volví de vacaciones en 2004, ya me había regalado una edición de El vuelo, que leí precisamente en el avión que me devolvió sin escalas a Barcelona. Para cuando aprendí a rasguear ese bellísimo mi bemol con séptima mayor, ya sabía que pocos años antes de que yo naciera, en esa misma ciudad, habían tirado seres humanos vivos al río de forma sistemática y en silencio.

Algo, no sé muy bien qué, me hace pensar que aquella primera impresión que tuve a los trece años tal vez no fuera tan errada. Quizá «Vuelos», que no sólo habla de la culpa y de lo siniestro, que habla de alguien incrustado en la mente de otra persona, de alguien que vuelve al recuerdo una y otra vez, de alguien que permanece en la memoria para siempre, quizá «Vuelos», muy en el fondo, sí hable de amor. De aquello que Michael Hardt y Antonio Negri denominan el «sentido material y político del amor», que no termina en nuestras parejas ni en nuestras familias. El amor que, como nos recuerdan los autores de Empire, debemos recuperar como base para la sociedad, el amor sin el cual no somos más que barro en la inundación, que crece, decrece, aparece y se va.

Fabricio Tocco Chiodini


Confesionario agnóstico - Gloria Arcuschin / Si te vas - Alfredo Zitarrosa

Miriam piensa en su nombre sentada en este bar tan coqueto, tan fuera de su ideología de bares antiguos, sencillos y enmaderados. Piensa, porque ella siempre piensa, no puede dejar de hacerlo. Que por primera vez se animó en tantos años, ella que dice odiar las salidas en soledad, que la soledad es muy linda y todo eso, pero que odia salir sola. Que se animó a ir al museo de la inmigración, que fantaseó que sería bañado por las aguas leonadas del Río de la Plata.  Pero que el agua resultó estar a una buena distancia del museo. Así como los apellidos y la fecha de la llegada de sus abuelos, había leído que entregaban un papel con los datos del barco y esas cosas, pero no, no figuraban, ninguno, con esos apellidos rusos tan complicados pensó, tal vez una letra mal, y chau. Pero vio el rio y el agua desde el ascensor de vidrio. De eslavos no había nada en el museo, como si no existieran, solo de inmigrantes italianos y españoles. Qué museo ni museo pensó. Y ahora, que se tomó un buen rato para llegar mirando todo hasta Puerto Madero, y mira el canal y el agua, todo tan marinero como a ella le gusta tanto. Piensa que Miriam salvó a su hermano para que este sea el libertador del pueblo hebreo. Eso de dar bienaventuranza a los demás, lo que a ella le gustaba. Y pensó porque Miriam siempre piensa, en los amores  que comienzan tan divinos, y en poco tiempo van tomando pinceladas macabras, y habría que irse de ellos, pero siempre se sigue un rato más. Aunque también pensó que todo era tan oscuro y sin deseos, de no comer, tan duelo todo. Y él llegó y propuso cercanías, puso tanto sexo, y juegos nunca jugados. Pero si, ella ya sabía que era algo así, esas cosas que en un tiempo se terminan, porque era así, para eso. Lo sabía. Pero pensó que en cuanto a sentimientos siempre se sabe poco. Hubo amor en el piso del pasillo de entrada, en la mesa, frente a todos los espejos, en cada lugar de la casa una escena un deslizamiento de piel. Y esa manera en él, de lo solar, lo luminoso, la divertía le hacía saltar límites, le corría el eje, le decía ella bromeando. Y también decir mi amor, en el momento de lo profundo, del sexo profundo en el interior del cuerpo, si se dice mi amor, pensó ella. Pero no.  Desencuentros de horarios, dramas cotidianos pequeños y no tanto, de ella, de él. Y un tiempo sin verse. Un mediodía apareció intempestivamente, porque a ella cuando piensa se le cruzan palabras largas, complicadas, pensamientos en diagonales, que nunca terminan y son arborescentes. Y le hizo el amor como nunca con potencia salvaje diría, tanto semen que se va sintiendo acudir en oleadas calientes, en gemidos, él dijo varias veces te extrañé mucho. Y preguntó me extrañaste. Y ahora ella piensa mientras mira el agua y algunos veleritos gráciles que ya se alejaron, así iba a ser, ella y él lo sabían, pero él dijo te extrañé mucho, ¿me extrañaste? Miriam piensa que extrañar es muy parecido a querer, al deseo de estar, si fue querida, todo estaba bien, piensa en cierta serena forma de ser feliz, y en las imágenes que pueblan la ausencia.

Gloria Arcuschin


miércoles, 19 de octubre de 2016

Eros - Adriana Romano / Pasional - Malena Muyala

Hay vientos
 Luz
Cuatro manos
Ningún escrúpulo
         
Sábanas arriba
adverbios volubles
Abajo
el verbio enciende
afuera
adentro

Prendemos  el fuego con leños carnívoros
Ablubarnos           en cada esquina de la cama
olernos
y seguir el rastro de la seda
Lamida

El camino donde los gusanos se aparean
siempre tiene un hilito
y el brillo untuoso
que es baba
vulva
bulbo y esquirla
¡Ay!
            Ahí
Donde las paralelas jugosas
se erizan y confluyen
 un aleteo de flujos palpita
trepida
tiembla
 (yegua
potro
puta
bruto
así                   ahí
no        más  máscara
dedo y tendón
baba
hilos de baba)
Brío
de montar montura montaraz
carbón y perdiz
Ligamento
Fibra
     nervio
Brincamos  sobre lava derramada
Vía láctea
agujeros negros traga cometas
Laxa       tensegridad
Te jadeo
Te tejo
te someto
te doblo
Hipocampos en la garganta
flores entre las piernas
brasas en los dedos
Subo
subís
talón patada mordida
sangre salud saliva
Salís
Entrando sembrás sobre surco arado
para que el rayo parta
en treinta mitades
el techo
Ahora
hay un sibilante silencio de almohadas
un manso oleaje de cangrejos
breve aire iridiscente
siseo de jazmines
sumiso murmullo de  colmena
     
Y sobre la playa
      la carpa de luz
donde los ojos
 descansan en los ojos

Adriana Romano


domingo, 16 de octubre de 2016

Elvis - Lucas Newton / Black Velvet - Alannah Myles

La pregunta de mamá me dejó helado. No había terminado de saludar a mis primos, a quienes veía por primera vez. Su insistencia no me dio tiempo de pensar.
-¿Conocés a algún Pedro?
Quise zafarme de ella pero no me respondían las piernas. Por un momento sentí miedo y desconfianza, y me asomé un poco para comprobar si él estaba en la sala velatoria.
-¿Está acá?
Di un paso para salir de la habitación donde estaba el cajón. Un sacerdote amigo de la familia oraba en silencio. Ella me siguió, haciendo la señal de la cruz, y bajó un poco la voz antes de seguir hablando.
-Alguien te trajo un paquete de su parte, fue hace pocos días. Tocaron el timbre de casa.
-¿Atendió papá? La idea me hizo doler la panza. Ella hizo un gesto nervioso y me tomó del brazo.
-Una chica menudita, con anteojos.
Mi cabeza giraba a toda velocidad. Levanté la vista e hice un paneo por la sala. Éramos una familia chica. Mamá controlaba mis movimientos.
-¿En que andas, Guchi?
En ese momento entraron ellos. Los cuatro. Habían venido juntos en el auto de Juan. Fueron directo hasta el cajón y apoyaron unas flores sobre los pies de papá. Después se acercaron a mamá y Juan habló por todos.
-Lo siento, Pri. No va a ser lo mismo sin él. Fue un Elvis verdadero.
Mamá asintió en silencio y se dejó besar las manos.
Antes de irse rodearon el féretro y cantaron un pedacito de Always on my mind. Lo hicieron con una dulzura asombrosa que encantó a todos. Llevaban puestos sus trajes típicos, sus patillas pintadas. No eran siquiera la caricatura de Presley.
El día se hizo largo. Mamá entraba y salía saludando a los pocos parientes que llegaban. Por fin, se acomodó en un sillón a mi lado y volvió a la carga.
-¿Vos te das cuenta que sos igual a tu padre? Idéntico… es muy impresionante.
Levanté la vista y vi como mi tía encendía unas velas. El reflejo del fuego parecía darle al cadáver un leve movimiento. Mi respuesta salió como una náusea.
-¿Vos te acordás cuando papá y los otros cuatro me llevaban a mí a sus giras?
Ella abrió grandes los ojos, y luego respiró profundo como hacía cada vez que preparaba una mentira.
-¿Te parece un buen momento...? Nerviosa, buscó en su cartera un bulto que tenía el envoltorio roto y me lo dio.
-Esto es lo que trajo la chica. Es un libro, no tenía ninguna nota.
Tomé el paquete sin dejar de mirarla.
-Estaba muerta de miedo, tu padre no quería dejarla entrar, decía que seguro era droga.
El cura había juntado a la mayoría de los parientes y esperaba para hacer un responso.
-Hasta que no dijo tu nombre no le abrí, tenía la plata de la jubilación.
-¿Mi nombre?
-Tu nombre no. Dijo “Guchi”.
-Guchi... todo el mundo me dice Guchi.
Me interrumpió.
-Dijo: “Guchi, el novio de Pedro”.
El golpe fue tan fuerte que tuve que ponerme de pie. Mamá se levantó despacio y caminó hasta ponerse junto al sacerdote. Ella tenía lágrimas en los ojos pero enseguida se compuso. Hizo la señal de la cruz y todos la siguieron.
En uno de los extremos de la sala había un mueble pequeño, de un metro y medio de alto que tenía encima un crucifijo. Mi madre había dispuesto allí algunas fotos de papá. Tomé la primera que vi. Papá y yo, los dos perfectamente disfrazados durante un ensayo. Trajes blancos, tachas doradas, impecables zapatos oscuros. Papá ya usaba una peluca porque su pelo no le alcanzaba para armar un jopo. Yo tendría unos doce años. Debajo del traje usaba una bombacha adorable, pequeña y amarilla, que apenas se transparentaba.
Y es cierto, éramos dos gotas de agua.

Lucas Newton


miércoles, 12 de octubre de 2016

Zamba - Eduardo Vardé / Sabor a nada - Agustín Juárez

Y a las 6:30 calentó el café, se sentó a la mesa y decidió mirar por vigésima vez la última conexión de ella. Algo no le cerraba, algo extraño estaba sucediendo, pero no comprendía qué. Anoche, antes de dejar caer el celular con la música sonando sola, antes de quedarse mirando el techo, antes de buscar un punto fijo y ponerse a imaginar, como en cada oscuridad, un mundo distinto, un sitio donde las cosas salen más o menos bien, donde no necesita de un dispositivo que los acerque, que en la distancia lleve y traiga ceros y unos y los decodifique de forma tal que en la pantalla aparezca un “buenas noches” o un “yo también te extraño”; antes de todo eso, un rato antes, él lloró. Se había encerrado en el baño, había loopeado esa zamba, fuerte, muy fuerte, como para que del otro lado de la puerta nadie oyera. Y lloró, como un presagio de lo que se le iba a venir al otro día, como anunciándola, una revelación. Pero más que un revelar, fue un develar, un quitarse el velo en su cabeza, el puto velo que siempre lo consigue distanciar de quién es en verdad para ser esa madeja de conjeturas. El amor, la revelación de un amor, el desvelo de un no-amor.
Y él seguía mirando el celular. No salía nunca de esa foto, de la imagen de ella, sonriendo sola, donde alguna vez supo haber una foto de dos, abrazados, felices, ahora había una foto: sola. Y el tipo, en su casa, en una silla de su casa, sostenía el café en una mano, un café que ni siquiera iba a beber, un café que estaba dejando enfriar envuelto en incertidumbres. Y en la otra mano, el celular, la foto de una mujer en el celular, la foto de una sonrisa, de uno collar con forma de corazón que alguna vez pudo sostener, aún sin certezas. Una mujer que para él son todas las mujeres del mundo, una mujer, el misterio de esa mujer, el olor de esa mujer, el él que es él cuando piensa en esa mujer, el él que es cuando vive por esa mujer, la lucha de esa
mujer la hacen el mundo.
En eso, se conectó, la mujer en cuestión apareció en línea, eran 6:32, martes, era el momento del "buenos días", del "que te vaya bien en el trabajo", del "cómo pasaste la noche y abrigate que hace frío", del "te prometo que hoy lo dejo". Eran 6:32 y ella por fin estaba en línea. Él seguía mirando la pantalla, amagando a escribir, imaginando un texto que generara alegría y dejara el espacio específico para responder, que no le quedara otra, que si no respondiera se sintiera en deuda y que la deuda la pagara en besos, nada de cheques al portador. Pero llegaron las 6:33 y nada sucedió.
El tipo dio un sorbo, lo bajó a la mesa y, con un movimiento involuntario, volcó un poco. No lo limpió. Entonces le escribió, no amagó más, le escribió la primera boludez que le vino a la mente, nada de genialidades, era una necesidad, algo vital a esta altura: tenía que saber de ella. Pero nadie respondía, ni siquiera llegaba el mensaje, ni siquiera aparecían las dos tildes grises en borde derecho. 6:32 última conexión. Y ahí comprendió todo, supo todo, supo por qué ella no lo despidió anoche, supo por qué por primera vez en meses no lo despidió, supo por qué le pasa lo que le pasa, se lo confirmó todo, solo, solito. Lo supo porque el silencio le habló, le recordó que ella había estado en otra parte, acompañada, había estado abrazada a otro pecho, había dormido en otro sitio que no era su casa, y que gozó, y que gimió, y que fue poseída por el demonio de la felicidad, que se olvidó el cargador o dejó el cargador en su casa o en el trabajo, y por eso no tenía batería y si llegaba a tener batería, había desconectado los datos, porque no quería responder, porque no se quería sentir en la obligación de responder un mensaje que estaba estructurado para inferir una respuesta, porque sabía que de este lado el tipo estaba en línea e iba a escribirle apenas se conectara, incluso si apenas lograra una tontera. Entonces, él supo o recordó que ella estaba en otra, en otro tema, en otra cosa, en otra cama.
  Entonces apoyó el celular junto al café y salió al patio, así como estaba, descalzo, semi desnudo, y miró hacia noroeste, hacia donde se escucha el ir y venir de los motores por la avenida, hacia donde ella debería estar cruzando en un auto, tal vez escuchando su tema; y respiró profundo, más profundo todavía, hasta convencerse que sentía el olor, ese olor único y particular, ese perfume de mujer llegando desde un auto que ya estaba subiendo a la autopista. Era hora de hacer algo, aunque no supiera qué, ni cómo.
En la mesa, el café lo esperaba, helado. La zamba seguía sonando en su cabeza. Junto al café, brillaba la foto de esta mujer, sola, sonriente, que un segundo después de apagarse la pantalla, volvió a ser la de dos.

Eduardo Vardé


domingo, 9 de octubre de 2016

La canción más triste del mundo - Marcelo Adrián Sanchez / Going To A Town - Rufus Wainwright

No. De ninguna manera puede ser la canción más triste del mundo. Hay otras. Deceneas y decenas de
canciones más tristes que esta. Infinitas melodías que te atraviesan el alma. Innumerables letras que te
dejan tirado como un trapo viejo. Sin embargo, cada vez que escucho esta canción, siento que las células
del cuerpo se me desparramaran por el piso como bolitas que se caen de un frasco roto. Y ruedan en todas
direcciones. Rebotan contra las patas de la mesa. Golpean contra el zócalo. Se pierden en los rincones más
oscuros de la casa. Y andá a encontrarlas después.
Será, tal vez, la voz de Rufus su principal condimento. Sí, tal vez. La voz de Rufus es triste. Será además la
melodía, envuelta siempre en una inmensa nube melancólica. En fin, de nada estoy seguro, pero cada vez
que la escucho siento que es la canción más triste del mundo. Ahora mismo está de fondo mientras escribo.
Y las bolitas ruedan por todo el piso. Montadas en acordes otoñales de piano. Sacudidas por delicados
golpes de batería. Huyen hacia algún pueblo. Devastado, tal vez. Llevando a cuestas su propia vida.
Dejando atrás este frasco roto. Como la tarde que te fuiste para siempre. Y al abrir la puerta una melodía
entró sin pedir permiso, como esas brisas que se aprovechan de las ventanas abiertas. Vos te ibas y ella
llegaba. No tuve más remedio que escucharla, y sentir en este momento, que era la canción más triste del
mundo.
Marcelo Adrián Sánchez

miércoles, 5 de octubre de 2016

Ya se viene el invierno - Damián Scokin / Fear Of The Dark - Iron Maiden

Parece una historia de ficción pero llegada cierta hora, todas las percepciones cambian, mi mente se divide en dos y un barullo comienza progresivamente a cubrir el silencio en mi cabeza, desconfiando de todo, agrandándolo todo, el vórtice de lo inconcebible se abre de par en par.
El mundo bajo el imperio dominante de la claridad, su espectro visible se debilita, muta y se transfigura en su opuesto, lo que fuera un ambiente tranquilo y ordinario puede mostrar sus aristas ocultas.
Cuando la luz empieza a cambiar, a veces me siento un poco extraño, un poco inquieto cuando está obscuro mi cerebro se le da por jugar de manera perversa, alterando la naturaleza de lo real y lo imaginario, sacando a relucir su bagaje de sonidos y psicofonías, sombras danzantes y sigilosas, pisadas en el vacío y objetos que se mueven y arrastran sobre mi techo aunque valga aclarar que vivo en un último piso y no tenga terraza.
Encima se viene el invierno, no tengo problemas con el frío, no me malinterpreten, es peor que eso, es el acortamiento del día y lo que trae aparejado, el tiempo empieza a sostener lentamente su cuchillo con dos dedos balanceándolo sobre mi cabeza, como jugando; un vacío oscuro, negro, cerrado y asfixiante.
Puede que el lector lo tome a exageración, producto de la lucha del subconsciente, no lo sé, tengo temor constante de que haya algo cerca, una amenaza inminente, en cuestión de segundos el infierno puede contraatacar, como un caballo de Troya; la ansiedad cabalga  marcando su trote en mi pecho, sus palpitaciones golpean insistentemente a medida que el atardecer sube el telón de la noche y Fobos sale a escena mostrando sus dientes y acariciando mis hombros.
Las pupilas se agrandan en búsqueda de la ansiada luz que entra al cristalino y se proyecta sobre la retina transformándose en impulsos nerviosos directo a mi cerebro, lo recibe sediento, famélico, con ansias de acostumbrarse a la oscuridad, pero no ve su resplandor, solo una oscuridad visible, sombras, reflejos ampliados grotescamente y la dilatación de una pesadilla. Es increíble que lo mas trivial en la completa opacidad y silencio agite mi imaginación con tan poco, una parte de mí está convencida de que todo esto no es más que un monólogo surrealista, si fuera un dibujo animado tendría un angelito y a un demonio agitándome sobre la cabeza, debatiendo incansablemente sobre qué sabemos nosotros del mundo y del universo que nos rodea, nuestros medios de percepción son absurdamente escasos y a comparación con algunos animales, bastante pobres, lo que nos podría dejar a merced de una naturaleza desconocida y tal vez…tal vez no tan benévola. Nos confiamos de la tecnología y de la seguridad que nos pueda proveer, pero está calibrada bajo los parámetros de nuestros cinco sentidos arcaicos, corremos en desventaja, no es solo mi fobia, estoy convencido de la existencia de ese mundo extraño e inaccesible, o al menos nadie me ha convencido de lo contrario, lo que alimenta a las sombras, lo que hace aullar a los perros y erizarles la piel, el promotor de los murmullos imaginarios, esos ojos invisibles que observan desde lo etéreo y me hielan la sangre.
Alucinación o no, he visto con mis propios ojos a la noche cerrada abrir sus fauces y el resplandor de sus hilillos de saliva viscosa. Aguardándome.
Damián Scokin

domingo, 2 de octubre de 2016

90125 - Fernando Figueras / Owner Of A Lonely Heart - Yes

En 1984 yo era adolescente, es decir, eterno. Despreocupado por el paso del tiempo, dedicaba mis horas a pasear (pavear, según la mirada adulta) por donde me llevara el camino.
Durante mis paveos (paseos, según la opinión que me importaba) solía entrar en cualquier disquería. Una tarde de caminata escuché un riff que me llamó la atención. Eran cinco toques perfectos. Ya lo había oído en la radio pero no sabía a qué tema pertenecía. Entré en la disquería y me quedé escuchando. Promediando el tema le pregunté al vendedor qué era lo que estaba sonando. “Yes”, me dijo. “Dueño de un corazón solitario”, agregó y me señaló el disco que estaba exhibido. La tapa tenía el nombre de la banda y un número: 90125. “¿Se llama así?”, le pregunté. El tipo dijo que sí con la cabeza y levantó los hombros.
El nombre era horrible, pero como los seres eternos tienen predilección por lo espantoso, quedé fascinado. No quise saber por qué se llamaba así; por aquel entonces me gustaban los enigmas. Simplemente, desde ese momento 90125 se convirtió en mi número fetiche. Comencé a usarlo en cualquier ocasión, sin sentido.
Una mañana, la profesora de Geografía me preguntó no sé qué cosa sobre los vientos alisios. “90125”, le respondí y supe que era un número mágico, porque me saqué un diez.
Lo pronuncié braceando contracorriente; tripulando ascensores detenidos y visitando Terapias Intensivas. Nunca me falló.
Hasta que un día un amigo me contó que se trataba del número de catálogo del disco. ¡Adiós al misterio! Al conocer ese dato, la condición prodigiosa de “90125” dejó de existir. Fue una de las cosas que más me dolió perder. Eso y la sensación de eternidad.
Fernando Figueras

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Con vos al espacio - Angie Pagnotta / Convoy - Gustavo Cerati

Después, nos fuimos. Subimos al tren y recién a la media hora de iniciado el viaje, nos abrazamos y nos dimos cuenta de algo: todo había quedado atrás: los terceros, los planteos, el trabajo, los apuros por dejar todo prolijo y los conflictos que de rebote nos salpicaron: todo; todo, detrás. Nos mantuvimos abrazados un instante y nos tomamos de la mano y ese acto — prácticamente involuntario—, se estableció como símbolo de no soltarnos más, de no volver a retroceder.
Observamos el paisaje. Respiramos aquel aire de salvación y de vida, pusimos música en nuestros oídos y nos dejamos abrazar por el tiempo y el movimiento del vagón que iba a una velocidad indescifrable. Al mirar por la ventana, vimos témpanos de verde, pradera, montañas, desniveles de texturas y un cielo inmenso, precioso, que rompía con sus rayos cada centímetro de tierra roja, dejándola molida. Algunas horas más tarde nos pusimos a conversar sobre lo ocurrido; sobre ese fantasma que se había vestido de negro y que, finalmente, había quedado a kilómetros luz en el pasado. ¿Te das cuenta de todo?, pregunté.  La paz había llegado. Ya no nos opacaría más aquel loop de ausencia que tenía que ver más con la muerte que con la vida o el amor.  También hablamos sobre el presente —el único tiempo que verdaderamente importa— en cómo nuestro ahora se había construido de esta forma y en cómo se había dado nuestro universo, pero —sobre todo—, en cuan vital había sido confiar en nosotros mismos y en lo que sentimos, porque ese “pequeño” paso había sido el motor de encuentro con la verdad. Lo que estábamos viviendo era un reflejo de lo que habíamos deseado y de aquello que necesitábamos para afianzar aún más nuestros pies ¿y qué otra cosa se necesita para volar, más que el amor? Ante el arrebato de felicidad nos besamos y nuestros labios, como galaxias, estallaron. Nubes de colores se desprendieron por nuestras bocas y mil planetas desprendieron sus volcanes sobre nosotros; todo se tiñó de mil texturas y los destellos de cielo quedaron flotando en el aire.
Próxima estación, anunciaron por el altavoz, y nosotros estábamos más allá de las estrellas. Con vos hasta lo más lejos que exista en el camino, le dije a Tommy en el oído, y de la mano caminamos más fuertes que nunca, más enteros, más unidos.
Angie Pagnotta



domingo, 25 de septiembre de 2016

Corazón de piedra - Pablo Martínez Burkett / Under The Make Up - A-ha

Capa tras capa, la sucesión de eras geológicas nos engulle con su industria. Insensible pero eficaz nos convierte en indistinguible piedra. Hasta el viento ha olvidado nuestros nombres. Pero no somos inocentes. Dejamos el corazón en un simulacro de vida. Fiestas, diversión, locura. Hacer lo correcto para la gente correcta. Hacer lo que hay que hacer. Las fotos en las revistas todavía nos retratan: la sonrisa falsa, el vestido de moda y miradas de aerolito. El lado oscuro de la Luna exhibido sin pudor. Y creerse alguien y ser nadie. Ni el vértigo de ir a ninguna parte logró disimular la angustia del fin.
Te dejé hacer lo que quisiste. Quedarte, irte. Estar, desaparecer. Ser lánguidamente intensa en los brazos de otros. Inexcusablemente fría en los míos. Ya ves, sigo copiando tu manía por los adverbios. No es la única que me quedó. Antes, yo te cocinaba spaghettis a las 3 de la mañana. Antes, comíamos a carcajada limpia en la cama. Antes, estabas lista para volver a empezar. Antes. Eso quería yo. Ser el explorador de toda tu geografía, el sustento de todas tus almas. Una vez más, como antes. Yo quería ser un hombre que ama a una mujer. Solo eso pero vos querías ser… ya no sé qué.
Esa noche volviste con el rímel corrido. No me importó. Creí que aún podía hallarte bajo el maquillaje. Quise tocarte, acunarte. Quise prometerte que todo iba a estar bien, como ayer. Pero te reíste de mi ternura. Te burlaste de mí. Siempre supiste cómo lastimarme. Pero esta vez las saetas fueron crueles hasta la enajenación.
Una piedra te guarda. Una casa de piedra me hospeda. El tiempo ya está moldeando nuestro olvido.
Pablo Martínez Burkett

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Todos los espejos un muerto - Pamela Terlizzi Prina / Las calles están ardiendo - M Clan

Hay muertos en todos los diarios. Los muertos no respiran, no les pasa aire por ninguna cavidad. Se enfrían. Los muertos se multiplican con las hojas de los diarios, hay uno por hoja, uno por diario, uno por día. Los diarios sangran muertos de a palabras y ventanas rotas. Los diarios se desangran de noticias, se quedan apenas papel, miran los huecos por donde se van las cosas que dicen los muertos de las noticias que dicen los diarios y hoy revientan y yo lloro. Lloro frente al espejo. Soy de las que lloran frente al espejo y se miran los ojos llorando. Todas las mañanas que me miro al espejo sale un diario y alguien muere. ¿Quiénes son los muertos de los diarios? Porque me duelen en los ojos que me miran fijo, sin solución. Me arden los muertos. Me arden aunque no sepa sus nombres. Me queman las oportunidades muertas, las libertades muertas, los animales olvidados, los derechos enflaquecidos, las bocas, las uñas, las rodillas, los pelos erizados de miedo, los muertos de miedo, el miedo, los muertos. Soy de las que lloran frente al espejo después de limpiar la palabra muertos en el vidrio empañado, mirándome la sospecha del rimel mal lavado con jabón blanco. Y también los poros muy abiertos, como las fosas. Por las fosas me entra el principio del llanto. Se me llena la nariz del origen del llanto, me abre los lagrimales que estaban ignorando la convulsión. No debería haber respirado tan hondo, pienso. Quisiera poder dibujar una flor en los bordes todavía empañados, o escribir el nombre de mi hija, o poner no hay muertos, es mentira, no llores. Pero los bordes son muy chicos y ya se me llenan los maxilares de llanto. Soy esa que llora los muertos frente al espejo, matando neuronas en el seso blando sometido a presión. Me duele un país entero adentro de la nariz, se me queda atorado y no hago más que lo que hace el espejo. Me arranco una cana para distraer los muertos que se me trepan. Los de los diarios. Los de cada mañana. Los míos. Es que me la paso arrastrando los muertos de los diarios. Me quedan grandes: no los revivo, no les doy justicia, no les mato la amargura en la lengua, no los abrigo, no les leo, no los pinto con témpera, no les pongo música. Soy tan inútil. A los muertos de los diarios yo los lloro frente al espejo. Hoy salgo en el diario, me dicen.
Pamela Terlizzi Prina

domingo, 18 de septiembre de 2016

Por qué hay una canción de Frank Zappa que me hace llorar - Analía Pinto / St Etienne - Frank Zappa

Cuando empecé a escuchar a Frank Zappa, Él (el protagonista masculino de mi novela autobiográfica) no existía aún en mi vida. Yo tenía trece o catorce años, los suficientes ya para ser una de esas melómanas irredentas que devoran música como poco más tarde devoraría libros. Esos trece o catorce años también eran suficientes para escuchar Radio Bangkok, el inmortal programa de Lalo Mir y compañía en Rock N’ Pop. Siempre pasaban “Bobby Brown goes down” (que bien puede caratularse como el único hit de FZ, en el sentido de “canción muy escuchada en las radios mainstream”) y alguna vez creo que la versión de “Stairway to heaven”, pero no estoy segura. Puede que se trate de uno de esos falsos recuerdos, con los que a nuestra mente le encanta jugar.
Pero los años pasaban y hasta ahí llegaba mi conocimiento del monstruo de los ingenios musicales. Si Lope de Vega fue el monstruo de los ingenios literarios, FZ bien puede serlo de los musicales, habida cuenta de su larga producción discográfica, imparable hasta hoy día, a pesar de la supuesta desventaja que representaría el hecho de que haya muerto en 1993. Los años pasaban y entonces llegó Él a mi vida, que era músico, que era hermoso, que nunca era mío, que después se casó con mi (ex) mejor amiga. Llegó Él y además de su belleza indómita y su pelo largo trajo a FZ de nuevo a mi vida. Y mientras más nos frecuentábamos, más lo escuchaba yo a FZ al tiempo que lo escuchaba a él y me enamoraba más, si acaso era posible (no era posible, no, enamorarse más de alguien).
Y un día Él me prestó uno de sus discos, The best band you never heard in your life, un disco presuntamente en vivo, pero no, porque en realidad es la prueba de sonido (o así cuenta la leyenda), y tiene, sí, aquella versión de “Stairway to heaven” que yo creo haber escuchado en Radio Bangkok, pero no puedo asegurarlo, y la versión de “Purple haze” y además el “Bolero” de Ravel. Siguiendo en el tiempo y siguiendo el hilo (¿rojo, azul, violeta?) de nuestro amor prohibido empecé a escucharlo todavía más seguido a FZ, cada vez que iba a su casa y él ensayaba su versión de “Zoot allures”, que es, que hace por lo menos quince años es, uno de mis temas favoritos de FZ. Y también nos reíamos a coro de las letras desopilantes de FZ, también nos atisbábamos aunque estuviera prohibido, también queríamos irnos juntos y muy lejos a escuchar FZ tranquilos, aunque todavía nadie dijera nada.
Entonces un día alguien lo dijo, quizás Él, quizás yo (sin decirlo), y FZ se transformó en santo y seña, en una de las cosas que “nos unían”, en otra forma de gustarnos y desearnos, en parte integral de nuestro mito, de nuestra burbuja, de la cosmogonía privada que instantáneamente fabrican dos que se aman. Y un día Él llegó, como siempre llegaba, de noche, tarde, escapado (del trabajo, de su mujer, de su banda) y me regaló los CD de 200 motels y de Sheik Yerbouti y también el disco con su propia música, donde la tantas veces ensayada versión de “Zoot allures” se había al fin corporizado y sonaba incesante como el vibrato de su guitarra en mi habitación de poeta y amante. Después hubo peleas, separaciones, distancias, y luego regresos, reconciliaciones, promesas y FZ siempre estaba.
Y allí seguía estando cuando todo hizo eclosión, cuando llegamos al punto en el que Él dijo la verdad, dijo que me amaba a mí, que siempre me había amado a mí, que se iba, al fin, a separar (y yo dudaba y no creía y pensaba porque yo había salido de testigo en el civil y cómo creer y cómo no dudar pero cómo no creer si Él me lo dijo y luego fue y lo hizo) y una de las tantas noches que entonces vivimos se vio coronada por una canción de FZ a la que hasta entonces no le había prestado mayor atención (¡son tantas! ¡hay discos que todavía no los escuché enteros!), pero que a partir de ese momento se convirtió, todas las veces que la he escuchado, en un fuego que me empuña, en una brasa que me envuelve, en una lágrima ardiente y viva.

No, no es el tipo de noche que seguramente se están imaginando. Aunque de esas hubo muchas antes y después y mucho después de ese momento, pero no. Aquella noche habíamos estado hablando por teléfono varias horas. Esta circunstancia se producía porque mi (ex) mejor amiga pasaba, por su trabajo, todo un día fuera de su casa y Él aprovechaba entonces para “escucharme” (a Él le encantaba escucharme). Y mientras nos escuchábamos tanto, Él deslizó una propuesta delirante: “vení a casa, ahora”. Porque Él era así. Quería algo y lo quería ya. Y yo era peor, porque luego de las negativas de rigor, dije “está bien, ahora voy”.
Y fui.
A la casa donde Él todavía vivía con mi (ex) mejor amiga, aunque ya le había dicho o estaba por decirle que nosotros, etc. A la casa donde él tenía sus instrumentos, a la casa desde donde él todas las mañanas me escribía que me amaba, por las tardes me llamaba y me lo seguía diciendo y por las noches componía y ensayaba su música loca y excelsa (salvo las noches en las que practicaba sus arpegios con mi cuerpo y con la tonta de mi alma). Fui al lugar donde nunca tendría que haber ido, al lugar donde yo no pertenecía, pero el caso era que nunca había querido más que pertenecer a ese lugar.
Cómo no ir. Por qué ir. Para qué ir. Para qué fui.
Preguntas que todavía no logro contestar aunque han pasado casi diez años desde esa noche.

Esa noche, entre susurros y peleas, entre sus instrumentos y sus hijos que dormían en la otra habitación, una de las tantas canciones que sonó fue esta: “St. Etienne” de FZ. Esa a la que hasta ese momento yo no le había dado mucha bola. Esa que desde entonces y ahora y para siempre no puedo escuchar sin largarme a llorar.
Analía Pinto

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Serenata rap - Sebastián Chilano / Serenata Rap - Lorenzo Jovanotti Cherubini

¿Es real el video? Es la primera (y tal vez única) pregunta que vale la pena. En la veracidad de las imágenes se encierra lo que vende el video. Si el cantante es sincero, si el amor que pregona es real, debe estar sentado en ese andamio: solo, primero, y después con toda su banda. Si no es sincero, si es un montaje, si el andamio estuvo a unos centímetros del suelo en un estudio y no hubo riesgo más allá del moretón, chamusque, golondrino o hematoma pasajero, entonces todo es falso: la canción, el amor, el año mil novecientos noventa y cuatro. Todo. Este video no muestra al hombre en la luna ni al bueno de Billy Corgan subido a un camión de bomberos cantando Perfect para ponerle el cierre a la historia y los personajes de un video anterior, no, en este video un hombre canta algo así como rap y en italiano y eso lo convierte todo en un recuerdo tan inverosímil como vergonzoso, por eso lo único que puede salvar el pasado es la realidad: si estuvo ahí, a tantos metros de altura, sentado junto a un guitarrista acomodado en una posición posible, jugando con la tentación de la caída, entonces la canción vale, la canción es real y habla de amor. No importa que en su composición del tema no haya existido la idea del video (o sí, no interesa) estamos hablando de los noventa y en los noventa no había música sin videoclip. Los artistas tenían que hacerse cargo tanto de la música como la letra y la imagen. Si R.E.M cantaba if you believe, they put a man on the moon, si Billy cantaba we are reasons so unreal, más vale que Jovanotti (haya estado) esté subido a ese andamio, y la ropa en los balcones y los pocos curiosos asomados sean reales, de lo contrario los noventa se nos presentan como un invento, una trampa, miel para osos, una banda sonora, una matrix fallida, la canción de cuna que nos adormeció, y no ese pasado perfecto que insinuamos pudo ser.
Sebastián Chilano