domingo, 29 de mayo de 2016

Clamor de la madre tierra - Patricia Kieffer / Earth Song - Michael Jackson

No hablo en nombre del Padre, sino en nombre de la Madre.

 Los siete sellos se abrieron.
Ya cabalgan los jinetes.
Por más que tu puño aprietes,
los ángeles se escondieron.
Se revuelven mis entrañas
por la vida derramada,
por la inocencia quebrada
¡Por la mano con que dañas!

 No has aprendido a cuidar
el regalo que te di,
ni el amor que te ofrecí,
ni el misterio a descifrar...
No pudiste recordar
la verdad de tu destino.
¡Equivocaste el camino!
¡Es momento de parar!

 ¡Has soltado los dragones
que dormían en mi sueño!
Has querido ser el dueño
de un puñado de ilusiones.

 Pues el sueño se acabó.
Escucha bien lo que digo:
¡Que nadie juega conmigo
si no  lo permito yo!
Tan sólo, si me decido,
un pequeño movimiento,
un solo golpe de viento...
y todo habrá concluido.

 ¡Entonces no habrá batalla
más terrible ni feroz!
Y el sonido de mi voz
derribará tu muralla.
¡Será el último clamor!
¡El clamor de Madre Tierra!
Será la última guerra...
en el nombre del Amor.





miércoles, 25 de mayo de 2016

Reserva una plegaria - Valentina Vidal / Save A Prayer - Duran Duran

Sábado de resurrección entre amigas. La noche termina entre abrazos y botellas vacías. Llego a casa de madrugada, enciendo la TV. Me quedo dormida lo que queda de la noche en el sofá. Me despierto a las 6 am con el cuello roto y un recital en vivo de Duran Duran. Un Simon Le Bon entrado en una madurez envidiable canta Save a Prayer con la misma voz que tenía en los ochenta. Me voy a la cama y me desplomo, pero unos momentos después escucho ruidos. Estoy segura de que hay alguien dentro del departamento. Quiero levantarme pero no puedo y dentro de esa inmovilidad, puedo darme cuenta de que alguien entra en el dormitorio y se queda de pie junto a la cama. Veo su traje gris por el rabillo del ojo. Respira entrecortado. Me observa. Se queda quieto. Quisiera gritar pero estoy convencida de que lo mejor es hacerme la dormida aunque no tenga ningún sentido. Minutos que parecen décadas se vuelven espesos y confusos. La luz entra por la ventana y ahora es media mañana. De pronto puedo moverme y me levanto. La TV sigue encendida, ahora hay un programa de reportajes en el que los invitados se deslizan por un tobogán gelatinoso hasta llegar al entrevistador que lleva un traje gris.  Mira a la cámara. Mira a sus invitados. Respira entrecortado. Les pregunta acerca de la parálisis del sueño y si alguna vez la experimentaron. Apago el televisor, enciendo la radio. Suena otra vez Duran Duran con Last Chance on the Stairway y me doy cuenta de que hay tantas formas de resucitar como canciones de la banda desparramadas por los programas de videos clásicos del mundo,  pero que alguna de ellas será la última oportunidad. O no. Mientras tanto, me reservo una plegaria y resucito cuantas veces sea necesario.
Valentina Vidal


domingo, 22 de mayo de 2016

El vicio de acumular - Janice Winkler / Memphis in June - Annie Lennox

Una temporada
en bola de vidrio con nieves danzantes
esa bola remite a la Navidad
que compramos pero no vivimos.

 Que la bola de vidrio con nieves danzantes
encierre una casita aislada en el bosque
y los copos le besen
la madera a lengüetazos.

 Que en la casita de madera
en la bola de vidrio
con nieves danzantes
haya un zorro blanco que duerma a mis pies.

 Que el horno se embarace
de tortas y facturas
y nazcan frutillas y crema pastelera.

 Que las tortas las amase una silla
mecedora, metáfora vaivén
de mi dulce abuela.

 No te digo de traerla a ella

 a la casita de madera aislada
en el bosque en la bola de vidrio
con nieves danzantes

 porque a los muertos, ¿sabés?
se los deja tranquilos.


 Janice Winkler


miércoles, 18 de mayo de 2016

Impacto - Flor Canosa / Esperando el impacto - Bersuit Vergarabat

No sé cómo decirle que ya no lo quiero, que hace tiempo que no lo quiero y qué hacer, porque llevo su hijo en mi vientre y eso no es pavada. Llegué hasta este punto sorteando todos los consejos y toda la lógica. Llegué creyendo que un tercero nos salvaría, quizás era otra clase de tercero el que necesitaba en mi vida y me equivoqué, pero el feto se mueve y me recuerda que hay vida después de la muerte de una relación. Con el hijo llega el auto y él lo compró e ignoró su máxima: “los libreros no saben manejar” y aprendió tarde, demasiado tarde. Aprendió a conducir una máquina y no sabe aprender a conducir a su mujer, no sabe poner los cambios, apretar el acelerador cuando hace falta y, sobre todo, no sabe y nunca supo frenar.
–Cuchá, cuchá – me dice y en la radio suena Bersuit. Pero un tema que no canta el pelado sino el otro, el flaquito, y no sé decirle que no me gustan los temas que canta el flaquito, porque hace rato que perdí el habla para decirle lo que no me gusta que es, más que nada, él, no el flaquito que canta el tema.
Todo contento porque me saca a pasear con el auto nuevo. Todo orgulloso porque me toca la panza en los semáforos y yo quiero correr, bajarme en medio de la 9 de Julio y no volver más.
Sube el volumen y desafina evitando toda la métrica de la canción. Vamos a La Plata, no sé por qué, creo que en otra vida le dije que quería ir al Museo de Ciencias Naturales y ahí me está llevando, porque es domingo y eso es lo que hacen las familias los domingos, salen de paseo. El feto se mueve, no sé llamarlo bebé, no puedo decir el nombre que él eligió para su hijo o hija y yo acepté, como acepto todo lo que me pasa, con resignación de ausente, como esperando que la vida me brinde un reseteo y pueda empezar de nuevo, sin voluntad, por accidente.
Le canta al auto, a la ventanilla, al feto, a mí. Le canta al sol que brilla arriba y le canta al cartel que dice que hay que subir ahora a la autopista, no dentro de dos cuadras, es ahora y se lo indico. Pega el volantazo porque, dice, mis deseos son órdenes y no ve el semáforo rojo al que le cantó hace veinte segundos, cuando era de otro color, asumo, porque ahora es rojo, bien rojo.
Y mientras el auto gira y su cráneo se hace trizas contra el volante, le digo que hace años que no lo amo, que me quiero bajar del auto y de su vida, que esa canción es una mierda como es una mierda verle la cara todas las mañanas y las noches. Y el auto gira, y el estruendo, y los vidrios y los gritos y me siento liviana. Al fin lo hice, fui sincera y ahora él también sabe que los libreros no saben manejar, que él nunca supo frenar y que ya no hay familia ni domingos ni feto con nombre elegido. Ahora sabe, sabemos, que es el reseteo. O, mejor dicho, que la máquina acaba de apagarse, aunque la radio siga intacta y el flaquito nos siga diciendo:
Me gusta estar cayendo
Voy esperando el impacto
Algo falló
Todo sigue estando
Algo cambió
Todo sigue igual que ayer
Sigo esperando el impacto.
Flor Canosa



domingo, 15 de mayo de 2016

Dedicatoria - Cristian Godoy / The Word - The Beatles

En sexto grado nos regalaban la Biblia. Abrí la mía y ahí estaba la dedicatoria, con la letra de mi madre. A pesar de que sabía que mi padre no la había ayudado a escribirla, así como no la ayudaba en nada que guardara relación con lo doméstico —para él, yo entraría en esa categoría—, por primera vez ella se distrajo y en la firma puso solamente “mamá”. Fue lo más cercano a una respuesta honesta de su boca. Le señalé la omisión, más por ella que por él, porque sabía que le daba importancia a esas cosas. Disculpame, mi amor, no me di cuenta, me respondió y agregó el “papá”, aunque siempre se notó que lo había escrito con otra birome
Cristian Godoy


miércoles, 11 de mayo de 2016

Donchu - Pablo Méndez / Don't You (Forget About Me) - Simple Minds

Los hombres siempre terminan durmiendo en el sillón, pensé. Supuse que era una actitud de caballero que se sostenía de generación en generación. Me levanté y preparé café. Mientras la pava hervía y yo luchaba por embocar el filtro en la cafetera escuché sus movimientos en la cama. Siempre tuvo la habilidad de hacer notar su presencia aunque no estuviera en mi rango de visión. La escuché darse vuelta varias veces, incluso me di cuenta cuando tomó su reloj pulsera para saber qué hora era. La noche anterior había sido un caos y con seguridad no había dormido nada.
Serví dos tazas de café fuerte y prendí la radio. Sabía que a ella no le gustaba la intensidad del Nescafé ni tampoco despertarse con música. Pero lo decidí así, como un pequeño acto de confrontación. Estaba enojado, ella también. El café humeante sería el intermediario para una charla que tendría de todo: reclamos, insultos, voces subidas de tono y un final.
Mientras giraba la cucharita para desparramar el azúcar del fondo de la taza, recordé el momento en el que la conocí siete años atrás. Estaba con un trago en la barra de New York City. El pelo era una maraña de rulos suspendidos y alejados de la ley de gravedad, los pantalones Jordage nevados ajustados y un millar de pulseras en su muñeca izquierda. La miré gran parte de la noche, hasta que desde los parlantes escuché mi tema favorito. “Don’t you forget about me” de Simple Mind sonó con fuerza y me encaminé decidido hacia ella. Antes de decirle Hola o un ¿Cómo estás? o un No te había visto antes, ella me apuntó con el dedo y preguntó ¿Sabés cómo se llama este tema? Por supuesto que lo sabía y por suerte hice gala de mi inglés aprendido en ese cursito de tres meses. Don´t you forget about me, dije sobreactuando cada músculo de mi boca para que la fonética fuese perfecta. Ah, viste que era Donchu, le dijo a una amiga que estaba a su lado y que yo no había visto. Y lo dijo así, con la d bien marcada y una ch clavada con martillo en la palabra. Por supuesto no le corregí la pronunciación y me enamoraré instantáneamente de ella.
Y ahora después de siete años sin proyectos, sin un futuro imaginado para ambos, solo teníamos mi carrera de escritor frustado y su vida atribulada de nena bien. Peleándonos como perros por un hueso imaginario. La década había cambiado, la música había cambiado, nosotros éramos solo retazos de nuestra adolescencia. La noche anterior había sido mucho y lo peor es que no recuerdo por qué comenzó la batalla. Dije algo imprudente y ella se tomó revancha y quemó la cabeza de Obi Wan Kenobi en la hornalla de la cocina. El muñeco más preciado de mi colección. Dije que ella era una caprichosa y que su culo no era el de antes. Solo atinó a decir que se masturbaba con la publicidad de Ivo Cutzarida porque yo ya no la calentaba. Entre gritos y gestos desbocados nos empezamos a besar y terminamos desnudos en la cama. Esos momentos se deberían aprovechar: la adrenalina subida a la cabeza, el cuerpo con esa temperatura que provoca el enojo, esa violencia contenida para después desparramarla en la mejor sesión de sexo posible. Pero no pude, tal vez, por la imagen de ella hurgando su intimidad mientras el jopo lleno de gel de Ivo Cutzarida chorreaba por la pantalla del televisor. No pude. Ni siquiera cuando le pedí un momento y fui hacia el baño y traté de hacerme reaccionar con una de esas viejas revistas Libre que tenía escondidas, donde Silvia Peyrou dejaba ver sus pezones en un Baby Doll transparente. Y dije que no podía y ella me gritó impotente en un estallido de lágrimas.
Estaba terminando el café cuando la vi levantarse con la remera larga con la estampa de Don't worry, be happy que usaba para dormir, a los tumbos, viniendo hacia mí, con el pelo revuelto y los ojos hinchados. Se sentó en la silla y puso los pies sobre la mesa. No tocó el café y comenzó a jugar con un hilo que sobresalía de una de sus medias. En la radio sonaba una canción que yo no podía identificar, aunque la conocía. En ese momento mis sentidos estaban agazapados a la espera de esa última pelea que lo definiría todo. Me gusta el tipo que canta esta canción, dijo con una naturalidad que se clavó en mi estómago. Además, viste la fama de los negros, ¿no?, agregó con la audacia de un francotirador a punto de asestar su disparo. Claramente había plantado sus cañones para que esa mañana fuera una declaración bélica de antología. Era el final y debía estar a la altura de las circunstancias, no dejaría mi situación de novio sin dar una buena batalla. En una fracción de segundos pensé en todas las respuestas que la dejarían sin ánimo para otra ofensiva. Preparé mis cuerdas vocales para contestar con la mejor ironía que se me ocurriese y así provocar el mayor daño posible. Y así fue que dije: “Prince es petiso”. Me avergoncé en el acto por la tibieza de mi avance. Ella sonrió de costado y dijo “Sí, Prince es negro y petiso”. El silencio se apoderó del lugar. Nos miramos expectantes. Ambos comenzamos a reír.
 Pablo Méndez


domingo, 8 de mayo de 2016

Bajo presión - Sandra Gasparini / Under Pressure - Queen


El calor mesopotámico se pegaba a nuestras remeras sucias de tantos días de campamento. La tierra roja tatuaba con tenues bordes herrumbrosos viseras, ropa blanca y zapatillas salpicadas por jornadas de intensa lluvia. Era la vuelta a casa, a Buenos Aires, después de dos semanas internadas en una selva que jamás habíamos imaginado. Era diciembre, llegando las fiestas. Era la adolescencia con perfumes de jazmín en estado puro, amores fantasiosos y camaradería de chicas. Era el verano del país que permanecía en una oscuridad castrense adivinada en un crepúsculo ambiguo: fines de 1981.
Recuerdo que deseábamos que algo pasara. No sabíamos exactamente qué. Mis tres amigas y yo habíamos entrevisto ese “algo” en los temerosos intentos de reconstruir una sociabilidad juvenil amordazada: ir a Obras Sanitarias a escuchar a Charly o al Flaco abría un murmullo inspirador para pensar otro futuro. En esa respiración de animal en estado latente irrumpió el chisporroteo de mi portátil AM en pleno viaje en micro por el corazón de la provincia de Corrientes. La voz de un periodista de noticiero comunicó un movimiento en el agua estancada: el teniente general Viola había sido removido del gobierno de facto y lo reemplazarían –como una pieza de ajedrez que se come a otra- por el vicealmirante Lacoste, un interinato que duraría semanas. 
Seguramente suspiramos, sin saber acaso qué vendría. Porque ahora sí sé qué vendría: Galtieri, Malvinas, el llamado a elecciones. El efecto mariposa. En esa reposera sonámbula con clavos de doncella de hierro nos adormecíamos cuando el chisporroteo de la radio anunció el último tema de Queen. Nos agazapamos en los asientos: nosotras éramos el “cuarteto Queen”, un hato de adolescentes fans de la banda que no parábamos de atormentar a nuestras compañeras de curso con versiones a capella de “Somebody to love”, “Bohemian Rapsody”, “Seaside rendezvous” o “We will rock you”. Nos sentimos interpeladas por esa voz fantasmal en medio de la ruta sombría a ninguna parte. Bowie había grabado con Queen, en un estudio suizo, “Under pressure”. No podíamos creer lo que nos regalaba el éter díscolo que, en oleadas, nos entregaba fragmentos de ese bajo-pared de Deacon y esas vocalizaciones entre oscuras y melodiosas de dos que habían caído a la Tierra y ya volvieron a buscar en una nave invisible.
Pasó el tema. Pasaron la adolescencia y el gobierno de facto. Cuando vuelvo a escuchar “Under pressure” lo reubico en esa lista de sucesos que fueron preanunciando la primavera, que entonces parecía lejana. La presión había logrado hacer estallar esa olla podrida, finalmente. Hubo fuego, hubo muertes, hubo vida. Y las voces de Mercury y del Duque Blanco lo anunciaron.  
Sandra Gasparini