domingo, 26 de junio de 2016

Fortuna - Lucas Berruezo / The Masterplan - Oasis

'Cause everything that's been has passed
The answer's in the looking glass
There's four and twenty million doors
On life's endless corridor

 Oasis, «The Masterplan».



Puedo ver que la esclerótica de mis ojos está completamente roja, como si tuviese algún tipo de derrame. Tal vez lo tenga, por el golpe… O tal vez todos los muertos tienen los ojos así. La verdad es que no lo sé, no hay otros muertos acá. Mi única compañía es la imagen que me devuelve esta puerta-espejo. Al menos por ahora.
No me acuerdo del golpe, pero tuvo que haber uno. Fue después de salir del consultorio. Estaba más contento que nunca, había sido mi última sesión de quimioterapia y el doctor me había dicho que podía darme por curado. Sí, vendrían tiempos de controles y de estudios, pero lo peor ya había pasado. «Ahora», había dicho el doctor Romagnoli, «solamente mirá bien al cruzar la calle», y se había reído. ¡Qué puta e irónica puede resultar la vida! Si existe la Fortuna, como está escrito arriba de esta puerta que me refleja, si realmente hay una especie de «Plan Maestro» que maneja los destinos, de seguro que su único objetivo es reírse de nosotros.
El camión se me había venido encima sin que yo me diera cuenta. Y eso que era enorme. Enorme y rojo. Por eso digo que tuvo que haber un golpe, aunque yo no lo haya sentido. Lo que sí sentí fue la bocina, pero nada más. Todavía no lo puedo creer. Incluso estando acá, frente a mi propia imagen de ojos rojos y cuerpo restablecido (puedo ver que tengo pelo), no lo puedo creer. Justo cuando todo parecía que iba a salir bien, finalmente bien, pasa esto. Una calle, yo demasiado contento como para prestar atención, un camión enorme y rojo…
Y después, este pasillo.
Este largo, estrecho pasillo.
Y las puertas. Tantas puertas…
Y la mirada, esa mirada…
Al principio caminé asustado. Se escuchaban gritos y, también, risas. De algunas cerraduras salía luz; de otras, nada. Me decía a mí mismo que no debía correr, que correr significaría abandonarme a la desesperación, pero mis palabras no eran más que un monólogo carente de sentido. No era yo el que decidía mis pasos. Delante de mí, el pasillo se iba iluminando con una enfermiza luz amarilla salida de todas partes y de ninguna; detrás, todo iba quedando a oscuras. De esta manera, no tenía ni tengo muchas opciones, salvo que decidiera quedarme en la más absoluta oscuridad con lo que habita en ella, cosa que ni loco haría. Ni loco ni muerto.
Así que caminé, un buen rato, al ritmo de las luces, sintiendo que desde la negrura me miraban… No sé cuánto tiempo estuve así. En más de una oportunidad tuve el impulso de abrir una de las puertas que me flanqueaban, pero la luz no me dejaba hacer nada que no fuera seguir adelante. Al igual que en la vida, en la muerte no se puede hacer otra cosa más que avanzar. Avanzar hacia donde indique el camino, hacia donde haya un poco de luz. Y eso hice, hasta que llegué a esta puerta que cierra el pasillo y que, a diferencia de las otras que son lisas y de madera, tiene un espejo en su superficie y una palabra escrita con caracteres que parecen góticos: «FORTUNA».
A mis espaldas, la oscuridad se acerca y, con ella, el ser que me mira. Es abrir o sucumbir a la oscuridad. En el espejo no veo más que mi propia cara de ojos sangrientos. La negrura ya lo abarca todo.
Tengo que abrir la última puerta y ver qué hay detrás de la Fortuna.
Noto por primera vez que no hay picaporte. Simplemente empujo y la puerta cede. Entonces grito. No puedo evitarlo. Del otro lado, un nuevo pasillo, de no más de tres metros, apenas iluminado por la misma luz de antes, desemboca en otras dos puertas. Ambas cubiertas por un espejo. Ambas exhibiendo la palabra «Fortuna» en su superficie.
La oscuridad me alcanza antes de que pueda reponerme y tomar una decisión.
La oscuridad tiene dientes.
Lucas Berruezo

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