domingo, 31 de julio de 2016

Brixton Autoservicio, 1989 - Fernando J. Veríssimo / Suburbia - Pet Shop Boys

“Let's take a ride, and run with the dogs tonight / In Suburbia
You can't hide, run with the dogs tonight / In Suburbia.”


“Esa gente no es del barrio”, dice un ñato en el noticiero de Canal 9, a la noche.

La gente miente. La gente se engaña y recorta los límites del barrio. Porque, se sabe, la negrada es otra cosa y ellos son gente decente, claro. El problema es que la furia no conoce de catastros. La secuencia de acontecimientos que muestra esa noche la televisión es apenas el resto ardiente que deja el aquelarre de la tarde de fines de mayo.

En la primera escena, los pibes salen del gimnasio de la sociedad de fomento. Salen cebados, como cuando un pendejo te sale del cine después de ver Rocky III. La cana no patrulla porque, dicen, hay quilombo en otra parte.

En la segunda, un pedazo de adoquín vuela y hace mierda una cabina de Entel, de una. Más atrás, como si se tratase de un fenómeno natural, los vecinos revientan la vidriera del autoservicio. El Cadena, que le saca cabeza y media al resto, se aparece con una maza y le entra a dar a la cerradura y al candado de la puerta de la persiana metálica. Otros hacen palanca en la punta con una barreta; por algún lado va a ceder, es cuestión de tiempo y voluntad.

(La voluntad de la multitud es una cosa extraña. Una potencia descarnada y ciega que hace que la suma de individuos actúe como un cuerpo único. Pero la masa no lee a Freud ni a Schopenhauer y cuando estalla no deja tiempo para la teoría. Entonces, ahí, en esa esquina conurbana, la multitud revienta el Brixton Autoservicio con la tenacidad y dedicación con que la araña teje la red sobre su presa.)

En la tercera escena, el Ringo, sin aviso, lanza la primera piedra. El vidrio de la puerta delantera del Falcon estalla en pedazos. Los pibes, desde el fondo, siguen cagándolo a cascotazos por una cuestión de principios. Casi todos pegan contra los guardabarros, el capot, el techo, las llantas, con la prosodia de una letanía furiosa. Entretanto, las defensas del autoservicio ceden ante las pasiones de la turba y la negrada se cuela por cuanto resquicio le permite la física. Nadie sabe lo que pueden esos cuerpos y no hay resistencia contra una fuerza que brota de lo profundo.

A partir de ese momento, todo es caótico. El Christian aparece de repente con una caja de botellas de alcohol y la deja en el suelo. El Nelo mira fijo a Ringo y le tuerce una sonrisa. Sin mediar palabra, el Ringo agarra una botella, la destapa, mide cuidadoso y la revolea en comba para que cruce el espacio áereo de la calle, para ponerla con precisión en el interior del coche cascoteado. El Christian lanza y mete otra; el Nelo pifia y hace reventar la botella contra el capot. El Chucky se saca la remera roñosa y la empieza a rasgar en tiras. Todos manotean los pedazos de tela e improvisan molotovs con la pasión de un viejo anarquista. Los pibes nada saben ni sabrán de los anarquistas, pero eso no los detiene. El Nelo cruza a la carrera la bocacalle en diagonal, se cuela entre la marea humana que entra y sale del Brixton bajo asedio y vuelve con dos cartones de Chesterfield y una caja grande de fósforos Fragata. Se turnan para encender las mechas de las botellas que estrolan, una por una, contra el auto. El Ringo agarra dos pedazos de adoquín. Camina tres pasos y revienta el parabrisas; corre cinco metros en dirección contraria, para tomar ángulo, y hace lo mismo con la luneta trasera. El resto, con prisa y sin pausa, descarga contra el Falcon una andanada de vidrio y fuego.

Cuando las botellas se acaban, abren un cartón, se reparten los atados y se sientan en el cordón ruinoso a fumar, pacientes. Contemplan arrobados las llamas que ascienden. Huelen el humo de lo que deja de ser caucho y cuero y vinílico y estopa y plástico y pintura. Lo que deja, parte por parte, de ser auto.

“Qué bien se siente, Chucky. Qué lindo es verlo arder, la putamadre”, se emociona Nelo. Chucky se ríe. Ringo y Christian guardan silencio.

¿Cuánto tarda un auto en quemarse por completo? Horas. Muchas, suficientes.
La horda vuelve a casa con los brazos cargados. Pasa la tarde. Cae la noche conurbana. Ladran los perros en el filo del horizonte. Desde la ventana del dormitorio del tano Mangione se escucha la radio. La voz del locutor avisa que “mientras tanto, aquí, en la gran ciudad, una nueva hora comienza”.

“Vamos a dar un paseo, vamos a correr con los perros, loco”, dice el RIngo mientras estira las piernas. Todos lo siguen. Las sirenas suenan, lejos.
Fernando J. Veríssimo



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