domingo, 11 de septiembre de 2016

El alma que canta. Un folletín judío y porteño (Fragmento) - Silvia Horowitz / My Yiddishe Momme - Regine Zylberberg

Por fin habían juntado para los pasajes y habían mandando el dinero. Un alivio para Leo: se acababan los tironeos con su hermana y su cuñado, por un lado, y con Rosita por el otro. Abraham era un amarrete, un roñoso. Rosita se lo decía y era verdad. Pero ellos tenían una excusa válida para retacear los aportes: tenía que traer a su madre y tres hermanos menores. La prioridad la tenía su propia familia frente a la de la esposa: era razonable. Feigue ya no se daba esos lujos de las primeras épocas. Ya no le hacían falta tanta cartera y zapatos combinados, tanto sombrerito con plumas y moños. Ahora que tenía su casa y su familia (un marido y esa hija que había llegado demasiado pronto y que daba tantos gastos no previstos ni deseados), Feigue se había vuelto una mujer ahorrativa. Y eso le espetaba a Leo. Que él juntara para traer a los padres, ya que Rosita tenía a su familia acá, a salvo de la amenaza nazi. O no era el hombre de la casa, preguntaba malignamente. Pero Rosita también tenía derecho a exigir. Si se había casado con ese hombre que no le gustaba, no era para seguir padeciendo privaciones. Y mucho menos para que se les negaran a los hijos esas cosas que ella no había podido tener. Tanto esfuerzo para traer a la suegra. Y ella, ¿qué? ¿Tanto necesitaba Leo a la madre? Bien que se podía vivir sin madre. Que le preguntaran a ella si se podía…
   Pero ya habían reunido toda la suma y los padres de Leo tenían su pasaje. Partirían de Danzig en el vapor Atlantis, el día 5 del mes próximo. Rosita pasaba el plumero por la foto de sus suegros, a los que pronto conocería. Una foto un poco vieja ya, con la pareja más o menos de la edad que ella y Leo tenían ahora. Ella de pie, bajita y regordeta, con ese vestido ajustado que dejaba adivinar el padecimiento de las carnes opulentas constreñidas por el corsé. Bajo el pelo tirante y recogido en un rodete, una cara cuyos rasgos se parecían tanto a los de ambos hijos menores, Leo y Feigue. El marido, un hombre alto y de porte atlético, estaba sentado en un sillón que parecía demasiado bajo para sus largas piernas. Estiraba hacia el fotógrafo una cabeza nerviosa, y los bigotes, atusadas las puntas hacia arriba por algún artilugio cosmético, aumentaban la sensación de tensión, de vibración expectante hacia el futuro. Un futuro que estaba allí, en América. En esa Buenos Aires del 39, donde la vida era dura pero la gente laboriosa progresaba. Ya se sentía en el aire la proximidad de la primavera y Rosita estaba de un desusado buen humor. Quizá el tónico que estaba tomando para sus eternos desarreglos digestivos estuviera surtiendo efecto. Y el plumero era como un pájaro extasiado que revoloteaba de un mueble a otro, de una foto a otra, liviano en la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Sería por eso que se puso a tararear “Palomita Blanca”, un valsecito que hablaba de anhelos, distancias y ausencias.
   Leo la escuchaba y sobre su alegría se crispaba el rictus de un temor presentido. ¿Cómo se llevarían su mujer y sus padres? Rosita era una chica difícil. Ese matrimonio ya no le parecía tan conveniente como lo juzgó al principio. Lo que pasaba era que se había encariñado con esa mujercita flaca, caprichosa y arisca. Cuando no estaba en la casa, extrañaba su voz atiplada brotando en tangos y valsecitos desde todos los rincones. Y extrañaba su cuerpo en la cama, cuando se le negaba. Además, era la madre de sus hijos. Pero vivir con ella era una lucha permanente. Esa tarde disfrutaba del raro milagro de que estuviera contenta. Mejor no dejarse invadir por las preocupaciones. Hoy lo único cierto es que sus padres ya tienen el pasaje y una fecha cierta de embarque. El vapor Atlantis saldrá de Danzig el 5 de septiembre de 1939.

   El sábado 2 de septiembre ya no cabe duda: el titular del diario es inequívoco. “Danzig anexada al Reich”. El vapor Atlantis ya no saldrá el 5 rumbo a Sudamérica. Es sábado y León tiene un impulso: ir al shil, él que lleva años sin respetar el shabat. Nada se sabe de los judíos atrapados en el territorio ocupado por los nazis. Nada sabrá nunca más León de sus padres. Hipótesis y
 conjeturas. Después de la guerra, un paisano le asegurará haberlos visto en el Ghetto de Varsovia. Otro le dirá que no, que los viejos no fueron deportados sino asesinados en el mismo pueblo: quemados vivos en una gran hoguera en medio de la plaza, para no desperdiciar balas. Otra sobreviviente afirmará que murieron años después en las cámaras de gas de Auschwitz. De un modo u otro, nunca llegarán a América. El gesto inquisidor del hombre de la foto se estrellará en algún lugar ignoto, y nunca se juntará con su respuesta en el futuro. De todos modos, la primavera comenzará, como todos los años, en Buenos Aires, el 21 de septiembre. Y florecerán los geranios y las santarritas, y las noches se llenarán del aroma sensual de los jazmines del país. Y las hortensias abrirán sus pompones lilas en los jardines de las casas donde no haya muchachas solteras, ya que (como todos sabemos) donde crecen las hortensias las mujeres no se casan. Los jacarandáes desplegarán sobre las veredas sus doseles azulinos, como queriendo competir con el cielo. Pero los padres de Leo no lo verán, no verán la primavera en Buenos Aires. Y Leo sentirá, aún sin confirmación, el dolor de la pérdida en su corazón. Y Rosita, cosa extraña en ella, se apiadará, porque es muy triste perder a la madre.
“Una madre judía,
no hay nada mejor en el mundo.
Una madre judía:
¡Ay! ¡Qué amargo si ella falta!
¡Qué linda y luminosa está la casa
cuando está la mamá!
¡Qué triste, qué oscuro se vuelve todo
cuando Dios se la lleva con él!”
Leo toca la canción en el piano, y lo golpea un poco más que de costumbre. Sin embargo, la nena que anda por ahí con sus muñecas, igual oye ese ruido de mocos sorbidos y suspiros  ahogados que hace la gente grande cuando llora para adentro.
Silvia Horowitz
El alma que canta. Un folletín judío y porteño. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario