miércoles, 12 de octubre de 2016

Zamba - Eduardo Vardé / Sabor a nada - Agustín Juárez

Y a las 6:30 calentó el café, se sentó a la mesa y decidió mirar por vigésima vez la última conexión de ella. Algo no le cerraba, algo extraño estaba sucediendo, pero no comprendía qué. Anoche, antes de dejar caer el celular con la música sonando sola, antes de quedarse mirando el techo, antes de buscar un punto fijo y ponerse a imaginar, como en cada oscuridad, un mundo distinto, un sitio donde las cosas salen más o menos bien, donde no necesita de un dispositivo que los acerque, que en la distancia lleve y traiga ceros y unos y los decodifique de forma tal que en la pantalla aparezca un “buenas noches” o un “yo también te extraño”; antes de todo eso, un rato antes, él lloró. Se había encerrado en el baño, había loopeado esa zamba, fuerte, muy fuerte, como para que del otro lado de la puerta nadie oyera. Y lloró, como un presagio de lo que se le iba a venir al otro día, como anunciándola, una revelación. Pero más que un revelar, fue un develar, un quitarse el velo en su cabeza, el puto velo que siempre lo consigue distanciar de quién es en verdad para ser esa madeja de conjeturas. El amor, la revelación de un amor, el desvelo de un no-amor.
Y él seguía mirando el celular. No salía nunca de esa foto, de la imagen de ella, sonriendo sola, donde alguna vez supo haber una foto de dos, abrazados, felices, ahora había una foto: sola. Y el tipo, en su casa, en una silla de su casa, sostenía el café en una mano, un café que ni siquiera iba a beber, un café que estaba dejando enfriar envuelto en incertidumbres. Y en la otra mano, el celular, la foto de una mujer en el celular, la foto de una sonrisa, de uno collar con forma de corazón que alguna vez pudo sostener, aún sin certezas. Una mujer que para él son todas las mujeres del mundo, una mujer, el misterio de esa mujer, el olor de esa mujer, el él que es él cuando piensa en esa mujer, el él que es cuando vive por esa mujer, la lucha de esa
mujer la hacen el mundo.
En eso, se conectó, la mujer en cuestión apareció en línea, eran 6:32, martes, era el momento del "buenos días", del "que te vaya bien en el trabajo", del "cómo pasaste la noche y abrigate que hace frío", del "te prometo que hoy lo dejo". Eran 6:32 y ella por fin estaba en línea. Él seguía mirando la pantalla, amagando a escribir, imaginando un texto que generara alegría y dejara el espacio específico para responder, que no le quedara otra, que si no respondiera se sintiera en deuda y que la deuda la pagara en besos, nada de cheques al portador. Pero llegaron las 6:33 y nada sucedió.
El tipo dio un sorbo, lo bajó a la mesa y, con un movimiento involuntario, volcó un poco. No lo limpió. Entonces le escribió, no amagó más, le escribió la primera boludez que le vino a la mente, nada de genialidades, era una necesidad, algo vital a esta altura: tenía que saber de ella. Pero nadie respondía, ni siquiera llegaba el mensaje, ni siquiera aparecían las dos tildes grises en borde derecho. 6:32 última conexión. Y ahí comprendió todo, supo todo, supo por qué ella no lo despidió anoche, supo por qué por primera vez en meses no lo despidió, supo por qué le pasa lo que le pasa, se lo confirmó todo, solo, solito. Lo supo porque el silencio le habló, le recordó que ella había estado en otra parte, acompañada, había estado abrazada a otro pecho, había dormido en otro sitio que no era su casa, y que gozó, y que gimió, y que fue poseída por el demonio de la felicidad, que se olvidó el cargador o dejó el cargador en su casa o en el trabajo, y por eso no tenía batería y si llegaba a tener batería, había desconectado los datos, porque no quería responder, porque no se quería sentir en la obligación de responder un mensaje que estaba estructurado para inferir una respuesta, porque sabía que de este lado el tipo estaba en línea e iba a escribirle apenas se conectara, incluso si apenas lograra una tontera. Entonces, él supo o recordó que ella estaba en otra, en otro tema, en otra cosa, en otra cama.
  Entonces apoyó el celular junto al café y salió al patio, así como estaba, descalzo, semi desnudo, y miró hacia noroeste, hacia donde se escucha el ir y venir de los motores por la avenida, hacia donde ella debería estar cruzando en un auto, tal vez escuchando su tema; y respiró profundo, más profundo todavía, hasta convencerse que sentía el olor, ese olor único y particular, ese perfume de mujer llegando desde un auto que ya estaba subiendo a la autopista. Era hora de hacer algo, aunque no supiera qué, ni cómo.
En la mesa, el café lo esperaba, helado. La zamba seguía sonando en su cabeza. Junto al café, brillaba la foto de esta mujer, sola, sonriente, que un segundo después de apagarse la pantalla, volvió a ser la de dos.

Eduardo Vardé


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